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Y el guerrero descansó

La lucha política fue una constante en la trayectoria de Álvarez Areces desde la clandestinidad hasta su inesperado final

Era un guerrero y murió como tal. Su mujer, que se da por supuesto que lo conocería mejor que nadie, resumió así el inesperado final de Vicente Álvarez Areces, Tini para la multitud de sus amigos y conocidos, como también para sus adversarios. Apenas un día antes de su inesperado final había librado en el ámbito parlamentario asturiano una batalla que nadie podía suponer que iba a ser la última. Ésa era su vida y no tuvo tiempo a escoger otra. Quizá no hubiera querido, de haber tenido la oportunidad de elegir.

Llevaba luchando prácticamente desde la infancia. No es una exageración. Hay quienes le recuerdan impartiendo clases en pantalón corto en la legendaria academia de la calle Cura Sama, en Gijón. Eran tiempos, los del franquismo, en los que la lucha ideológica no se ajustaba a las reglas que impone la democracia, sino que se practicaba desde la clandestinidad. Fue la época en que Tini Areces eligió la formación que le pareció más eficaz, aunque fuera la más exigente para sus militantes. Era tan exclusiva que parecía la única. Por eso familiarmente le llamaban el Partido.

No tardaron en valorar sus cualidades y, tras la legalización del PCE, en los albores de la Transición, le confiaron responsabilidades importantes, como las labores de comunicación, algo que se ajustaba como un guante a cualidades que le identificaban enseguida, como la afabilidad y la simpatía, que transmitían credibilidad. Fue en esa época en la que yo, desde mi profesión de periodista, tuve una relación más cercana con él. Desde esa cercanía pude ser testigo del drama que le supuso 1978 la famosa Conferencia que el PCA celebró en Perlora, en la que él encabezó una retirada en la que le siguieron más de un centenar de militantes. Ese gesto, que le costaría la expulsión del partido, sería interpretado años después por sus adversarios como una maniobra interesada, una especie de inversión a largo plazo. Yo, por el contrario, creí entonces que había sido la expresión sincera de una discrepancia profunda, aunque implicara un evidente desgarro. Y lo seguí creyendo después. En realidad, nadie dio con mayor claridad las claves de aquella rebelión que el propio secretario general del PCE, Santiago Carrillo, cuando dijo que algunos compañeros se habían equivocado de partido.

Otra cosa es que, al cabo de algún tiempo, otra formación política, el ascendente PSOE, tratara de ponerle a prueba para rentabilizar sus cualidades, que iban desde la capacidad de trabajo hasta la ambición. Tras pasar por un meritoriaje en Madrid y en Asturias le llegó la oportunidad de convertirse en alcalde de Gijón, cargo que desempeñó con brillantez y eficacia durante tres mandatos, para luego, vencida la resistencia de Villa, que siempre le contempló con recelo, llegar a la Presidencia del Principado. En ese cargo cometió errores graves, como el fallido intento de la toma de la Caja de Ahorros, que tuvo como secuela un desgarro en el partido. Perdió las dos batallas. Otro en su lugar se hubiera retirado. Él decidió seguir. Sus heridas de entonces se convirtieron en cicatrices, que son las mejores condecoraciones que pueden mostrar los soldados: todo es cuestión de tiempo. Su vencedor de entonces, Javier Fernández, reconoció ayer sus cualidades y alabó su labor como servidor público. Lo hizo ante su féretro, el único lecho en el que un guerrero encuentra el descanso definitivo.

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