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Periodista

Un político de mirada ambiciosa

Aún no había amanecido y ya hacía un jueves asturiano en Madrid. Dos grados y una tupida pinguécula de nubes que impedían adivinar la luz del sol. Pero el verdadero frío, el que provoca el súbito de una noticia indeseada, llegó como consecuencia de la rutina diaria de buscar, al despertar, las noticias de Asturias en la web de este diario. La noche, que aparentaba que no quería irse, se había llevado consigo a Vicente Álvarez Areces.

Parecía incombustible. Tal vez por eso resulta más difícil asimilar que se haya apagado. Fue firme y combativo hasta el reconocimiento de sus rivales. El histórico socialista gijonés Marcelo García lo fue a buscar para ser alcalde "porque necesitábamos a un político de rompe y rasga". Y así empezó su carrera política en Asturias, fuera de la clandestinidad.

Sus cualidades para la contienda ideológica, elogiadas en el mismo tanatorio por su admirada esposa, Marisol Saavedra, las había demostrado Areces ya a mediados del siglo pasado en el PC, de donde él prefería decir que se había ido y pocas veces quería reconocer que lo habían echado. Aún le dolía. Su lucha antifranquista en la Galicia de las revueltas estudiantiles de mayo del 68 condujeron dos veces su entonces enjuto corpachón a la cárcel. Muy reservado en este capítulo, contaba que una de estas veces la policía se enteró de que era hijo de un Guardia Civil. Si llamaba a su padre y éste mediaba, lo soltarían. Pero nunca hizo esa llamada. La cambió por una buena paliza.

Puede que Galicia marcase más a Vicentín, que así lo conocían en Santiago, que su propia tierra, que ya es decir. Su clá gallega estaba convencida de que hubiese sido presidente de la Xunta solo con haberse presentado. Ponderaban con admiración su talla política y destacaban, por encima de todo, "un sentido común que aplastaba cualquier idea contraria. Nunca imponía, convencía".

Justo antes de ser alcalde, Tini Areces trabajaba junto al ministro Maravall y Rubalcaba en Madrid, donde vivía con Marisol. Decenas de veces definió aquellos años como los más felices de su vida. "Disfrutaba como un ciudadano más, algo que ya no fue posible el resto de mi vida", se resignaba. Visitar Madrid con él era escucharle recordar las anécdotas de aquellos años que le evocaban una calle, un cine, un teatro o un hotel.

Luego aceptó tomar los mandos de una ciudad "pesimista, sumida en una desesperanza, falta de ideas, de alternativas y de horizonte", como resumió él mismo para unas memorias inconclusas. Una ciudad convulsa, inmersa en una profunda crisis y socialmente incendiada hasta el punto de que el entonces presidente regional, Pedro de Silva, tuvo que llamar públicamente a la calma tras la muerte por un disparo de un vecino en una de tantas barricadas.

El ingente archivo documental personal de Areces aún conserva las dos hojas manuscritas en las que trazó la hoja de ruta para aquel Gijón de 1987. Cuarenta y seis acciones numeradas (su capacidad de síntesis escrita nunca estuvo reñida con su verbo largo): reuniones a mantener, documentación a consultar y notas a preparar. Las guardaba junto al manifiesto de una plataforma de acólitos integrada por periodistas, artistas, intelectuales y escritores, encabezados por su querido Juan Cueto, fallecido el lunes. La semblanza de Juan Cruz sobre el escritor y periodista fue uno de los últimos envíos masivos de información por Whatsapp que acostumbraba a hacer de tanto en vez durante los últimos años. El funeral de su amigo, uno de sus últimos actos públicos, el martes.

Entre las tareas para Gijón, perfiladas con su cuidada letra, estaban estudiar el manifiesto europeo del PSOE. Estudiaba la ideología socialista con ojos de advenedizo, porque su única condición para asumir la candidatura fue no afiliarse al partido. Y seguramente hubiera puesto la misma condición aun sabiendo los disgustos que le acarrearía no ser reconocido nunca como un "pata negra" del socialismo.

Su coraza de indolencia era solo aparente. Su sensibilidad no le blindaba de comentarios punzantes como el de Alfonso Guerra en el mitin de una campaña electoral: "el PSOE es tan generoso que incluso acoge a gente de otros partidos, ¿verdad, Tini?". Ni le permitía olvidar las palabras de un histórico de la FSA que, días después de que ganase en 1999 la Presidencia por mayoría absoluta (la única de una larga vida política de pactos) le espetó a un conocido de ambos junto a Presidencia: "hay que sacar a esi de ahí cuanto antes".

La crisis de la ley de Cajas, con su propio grupo parlamentario votando en contra de su flamante Gobierno y la pérdida posterior del congreso regional hicieron tambalearse al rocoso presidente. Quienes entonces estaban cerca nunca lo habían visto tan abatido, pero como él mismo solía decir: "las batallas hay que darlas siempre y, si se pierden, algo siempre se gana; pero lo importante es saber reponerse y superarlas".

La decisión de cruzar el Rubicón desde un medio de comunicación hasta la orilla de un gabinete político es siempre difícil para un periodista, consciente del -muchas veces injusto- estigma que le acompañará siempre. En el verano de 2007 yo salí de esta casa para trabajar a su lado y me atreví a ponerle dos condiciones: sería periodista de LA NUEVA ESPAÑA hasta el último día, y no obtendría de mí más implicación que la profesional. Aceptó ambas, sin poner él otras. Mi última noticia, la principal del periódico aquel domingo de finales de julio, dejaba en mal lugar a su Gobierno. Al día siguiente me incorporé a su equipo y, al verme, dando muestras del encajador nato que siempre fue, solamente me dijo: "ahora ya sí, ¿no?". Ni un solo reproche.

Trabajador infatigable, de agenda poblada y biorritmo tardío, más de picar que de sentarse a comer, sus horas preferidas para despachar eran el mediodía o entrada la noche. En ese momento, con todo su equipo agotado, él estaba aún pletórico. Melómano y cinéfilo por igual, acostumbraba a rematar largas jornadas de despacho viendo clásicos de cine en su casa hasta altas horas de la madrugada.

Era un político de calle para quien el contacto con la gente fue siempre su energía diaria. Seguramente eso, sumado a su inagotable inquietud intelectual, le han hecho mantener estos últimos años una intensa agenda pública, con menor protagonismo e igual dedicación, y una actividad en el Senado que sorprendía a sus compañeros y ocupaba la práctica totalidad del tiempo de sus ayudantes, en teoría compartidos con otros parlamentarios.

Gran gestor de su tiempo y matemático de formación y convicción, olvidaba el cartesianismo para cuidar, sufrir y preocuparse por los suyos. Era frecuente verlo garabatear fórmulas colgado del teléfono durante un rato muerto en un aeropuerto o un viaje en coche tratando de ayudar con sus estudios a su queridísimo hijo menor, Alberto, al otro lado del hilo.

Su optimismo, su ingenio, su actitud constructiva y su mirada ambiciosa le permitían tomar decisiones complejas con la misma facilidad que le impedían reconocer con facilidad sus errores, que evidentemente cometió, en dos décadas y media de gestión municipal y autonómica.

Dejé su equipo en 2009 para incorporarme al de José Ramón Pérez Ornia en TPA, una compleja, pero indudable conquista democrática que le debe su existencia. Y de su despacho me llevé una advertencia cosida a un consejo: "Te van a intentar presionar desde todos lados. Haz lo que tú creas que tengas que hacer cada día, sin hacer caso a nada más que a tu profesión y al interés de Asturias".

Hace casi dos años cenamos en Lavapiés. Volvimos a vernos luego, pero recuerdo aquella cita porque me confesó que ya no volvería a una candidatura política. "En 2019 toca bajar la persiana". Es un estúpido consuelo pensar que la súbita muerte de Tini Areces le ha permitido a sí mismo no verse ni un solo día fuera de la política activa. Nunca sabremos cómo lo hubiera encajado. Estoy seguro de que, si hubiera podido elegir cómo decir adiós, lo hubiera hecho desde el micrófono de un escaño.

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