Asturias lleva una década intentando que la sidra sea Patrimonio de la Humanidad ante la Unesco y afronta ahora la batalla decisiva para conseguir ese objetivo. Lograr esta declaración otorgaría un plus de notoriedad al producto. Contribuiría a expandirlo fuera. Facilitaría su protección como actividad tradicional y el acceso a líneas de apoyo. Aunque lo relevante sería lo que implica de reconocimiento universal a una cultura específica, y a través de ella a una identidad que va más allá de una simple bebida. No será un camino fácil y va a poner a prueba la capacidad de la región para cohesionarse y gestionar sus ideas e iniciativas. La sidra es ante todo unidad, y el escanciado, un ritual único y representativo de lo asturiano.

Las regiones con vides desarrollaron el vino como nutriente. Las de manzana, la sidra. Hay muchas áreas sidreras, aquí y en el extranjero, y algunas comunidades, como la vasca, que persiguen desde época reciente subirse a su rebufo. Pero decir sidra actualmente en España es decir Asturias. Una asociación espontánea e inmediata. Lo que encontramos detrás de una reunión en torno a un culín trasciende el convencionalismo social y evoca un ritual, una larga historia, la reivindicación de una forma de ser, múltiples valores compartidos y una perspectiva similar desde la que abordar la realidad.

Fue Gustavo Bueno quien, en un breve ensayo para "El libro de la sidra", acuñó toda una teoría en torno a la bebida por excelencia de los asturianos. Razonaba el inmortal pensador que, detrás de esa botella verde y el ancho vaso se organizaban, desbordando su entidad puramente empírica, múltiples conceptos de los que habitualmente se ocupa la tradición filosófica. La preocupación por "normalizar" la fabricación remite a la Idea del bien y sus normas y paradigmas. La denominación de origen nos pone de lleno "delante de la cuestión de las relaciones entre la génesis y la estructura" y la Idea de identidad de la tradición platónica. La reivindicación como producto natural la conecta con la Idea de Naturaleza.

El Principado lucha para incluir nuestro "oro líquido" en la Lista del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad que promueve la Unesco. La candidatura no persigue la entronización de una bebida. No aprehende lo sustancial quien así lo interpreta. Casi el resultado final, la sidra, parece anecdótico en comparación con el desencadenante que lo origina: una suma estructurada y compleja de saberes y prácticas ancestrales traspasados de padres a hijos que define una cultura, esencia de Asturias, y desata vínculos de carácter individual -la camaradería, la fraternidad- y colectivo -el sentido de pertenencia, la identificación, lo consuetudinario.

La industria de la sidra ha sabido instalarse desde la década de los ochenta del pasado siglo en un círculo virtuoso. Unos años antes era un sector mortecino, inmovilista, secundario, relegado a un ámbito local menguante porque hasta los asturianos le daban la espalda. Al despegue no fue ajena una nueva generación de lagareros, proveniente de sagas legendarias, que recogieron el testigo y apostaron por la modernización y la profesionalidad. Ahora a ellos les toca encarar una segunda transición, por así decirlo, de relanzamiento, que innove en formatos distintos y extienda la oferta más allá de nuestras fronteras. El consumo sidrero en caña y en botellín, por ejemplo, aumenta en los países anglosajones, de Gran Bretaña a Estados Unidos.

Han renacido las pomaradas, con multitud de variedades de carácter autóctono que ya las repueblan. Han cambiado los lagares, incorporando abundante tecnología e investigación. Hasta hace bien poco, pasear las cajas en camión por una caleya con baches era la forma de batirlas, y la mayoría de las tareas se acometían a mano. Hoy la maquinaria forma parte del paisaje habitual del lagar, sin desvirtuar los métodos tradicionales de fabricación. Ha progresado la hostelería sidrera, preocupada por reunir palos excelentes, mimar el caldo y servirlo con echadores de campeonato. Y ha modificado sus hábitos la clientela, exquisita y exigente como nunca, que reclama sabores suaves, limpios, cuidados y culinos bien servidos. Una vertiginosa transformación, espejo al que mirarse desde otros gremios.

La sidra que San Isidoro derivaba etimológicamente del latín "sizera", la reseñada en un documento del monasterio tinetense de Obona ya en el siglo VIII o la que aparece citada en el Fuero de Avilés del XII, la que Jovellanos en su carta séptima reclamaba embotellar, es cosa de todos. Nadie se identifica tanto con su tierra como los asturianos y nadie, tampoco, siente tanta impotencia y desasosiego sobre el negro futuro que cree le aguarda. Empecemos por estimarnos un poco más y por trabajar de la mano, aparcando las discrepancias, en proyectos esenciales que nos ayuden a valorar lo mucho y bueno que tenemos. El duro camino para elevar la "filosofía" sidrera a patrimonio de la Humanidad supone una oportunidad extraordinaria para unirse y construir algo positivo en torno a lo propio.