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¿Más grúas y menos piquetas?

Las limitaciones a la posibilidad de recurrir judicialmente licencias y planes urbanísticos

La paulatina vuelta de las grúas, aunque menos intensa en Asturias que en las grandes ciudades, es un signo de retorno a la normalidad. Aunque han cambiado algo las ideas, y han ganado terreno la conservación y la rehabilitación frente a la obra nueva y la expansión urbana, es saludable que el sector de la construcción tenga más empuje y más presencia que en los últimos años.

Posiblemente será necesario, en la próxima legislatura autonómica, plantearse la reforma de la legislación urbanística del Principado, que data, sustancialmente, de 2002. No es demasiado tiempo para una ley, pero lo cierto es que, como la normativa autonómica está condicionada por la estatal, y ésta ha cambiado ya dos veces desde ese año, nuestras normas son como muebles que ya se han trasladado varias veces a espacios distintos del que con ellos se pretendía inicialmente decorar, y, por ello, desentonan en más de un punto y se ajustan mal a su entorno.

Pero en estos momentos preocupa más, en el panorama nacional, la inseguridad jurídica derivada de la anulación de planes urbanísticos, y también los problemas que surgen de la demolición de obras construidas al amparo de licencias que después son anuladas, en claro perjuicio de quien confió en la licencia, y, sobre todo, de las arcas públicas que deben asumir el coste de las indemnizaciones. Los responsables políticos de esas licencias nunca, o casi nunca, asumen coste alguno (como no suele hacerlo casi nadie que provoca un cuantioso desaguisado en una Administración que dirija, pero eso es otro asunto).

La anulación de planes (de la que en Asturias hemos tenido ejemplos bien conocidos, empezando por Gijón o Llanes), se debe casi siempre a motivos de forma, de modo que se puede aprobar el mismo plan -u otro muy parecido-, siempre que se subsane la infracción cometida o se realice el trámite omitido, no sin una comprensible frustración entre quienes creían que habían obtenido un logro importante. Los que se oponen a un plan siempre lo hacen por motivos de fondo (para evitar desarrollos urbanísticos concretos) y con frecuencia comprueban que su anulación, si es por razones de forma, sólo retrasa esos desarrollos y a veces ni siquiera eso, pues frecuentemente el plan se ha ido ejecutando mientras duraba el pleito, y la sentencia anulatoria no conlleva la demolición de lo edificado. Al final, en estos casos todo depende de que, cuando llega la sentencia que anula el plan, se mantenga o no el mismo equipo de gobierno. Si no ha habido cambios, se aprobará nuevamente el mismo plan; si los que se oponían al plan han pasado al gobierno, cabe la posibilidad de que opten por una política diferente, y en ese caso pedirán ser indemnizados quienes confiaron en el plan anulado.

Recientemente, en una sentencia de 10 de diciembre de 2018, el Tribunal Supremo ha dejado claro que no es obligatorio cumplir, para la aprobación de planes urbanísticos, algunos trámites previstos en la Ley del Gobierno, como, por ejemplo, el informe de impacto de género, cuya omisión había provocado la anulación de más de uno. Es un primer paso hacia la imprescindible simplificación procedimental. No es que sea difícil cumplir ese trámite, o que alguien tenga un empeño especial en omitir dicho informe; es que, sencillamente, en la maraña de informes que pueden ser obligatorios, no es extraño que se escape alguno. También ha habido en el último año un movimiento muy influyente, dirigido a limitar las anulaciones de planes o a reducir, al menos, sus consecuencias prácticas. Se planteaba en ese proyecto restringir la acción pública (es decir, la posibilidad de que cualquier persona pueda impugnar cualquier plan o licencia, aunque no le afecten personalmente), limitándola a entidades conservacionistas (y sólo por motivos de fondo, no formales), así como evitar la anulación completa de un plan cuando la infracción cometida sólo afecte a una parte de su contenido. También se propone que, cuando un plan sea anulado por razones de forma, continúe en vigor mientras la Administración corrige ese vicio (dentro de un plazo fijado de antemano), lo que en la práctica supone que la anulación carezca de consecuencias prácticas.

En este punto hay que evitar bandazos. Si se quieren evitar anulaciones por motivos formales, es mejor ir a la causa y reducir los trámites. Limitar la acción pública es discutible en un campo como éste en el que todavía se producen muchas irregularidades y el control judicial es tan necesario como siempre. En cierto modo, las opiniones son tributarias de puntos de vista muy particulares. Lo que para unos es un triunfo de la justicia, de David contra Goliat, para otros es un caos inaceptable. Lo cierto es que la seguridad jurídica no debe conseguirse a base de blindar las conductas ilegales, y menos aún de fomentar políticas de hechos consumados tan habituales en tiempos pasados, es decir, la política de construir en todo caso, sabiendo que lo ya construido es casi imposible de demoler.

Y queda el importante frente de la ejecución de las sentencias de demolición, que sólo suelen producirse por ilegalidades de fondo, no por simples infracciones formales que normalmente se solucionan con la nueva tramitación del plan o de la licencia.

A veces, tras la sentencia de demolición los Ayuntamientos cambian la norma urbanística, de forma que lo que antes era ilegal deje de serlo y se evite el derribo. Son muy distintos los casos que pueden plantearse. A veces se trata de modificaciones fraudulentas, dirigidas a evitar la ejecución de una sentencia, y los tribunales las anulan de forma más o menos rápida. Otras veces los procesos se eternizan y el recurrente tiene la sensación de dar vueltas y esperar años para seguir en el punto de partida, y de que la Administración se esfuerza incomprensiblemente por defender una ilegalidad y juega con ventaja. Y también hay casos en que se trata de modificaciones justificadas, porque no siempre la Administración persigue una finalidad torcida, ni debe sacralizarse el objetivo de demoler a toda costa. Es célebre el caso del Teatro Romano de Sagunto, cuya restauración obtuvo premios de arquitectura pero en el que se dictó una sentencia que ordenaba dar marcha atrás y devolver las ruinas al estado anterior a la restauración, algo que sólo se evitó en una nueva sentencia, unos veinte años después de la restauración y del inicio del pleito.

Cuando la obra demolida se ha realizado con licencia de la Administración, lo normal es que ésta tenga que indemnizar al perjudicado. Las licencias, que normalmente se ven como un estorbo, son, también, un seguro. En 2015 se dio un paso más, al obligar a la Administración a garantizar de antemano el pago de las indemnizaciones antes de proceder a la demolición. La aplicación de esta norma por los tribunales ha sido compleja, entre otras cosas porque sólo protege a los terceros que no participaron en la operación (por ejemplo, quien compra una vivienda al promotor o a un propietario anterior), pero no a quien solicita la licencia, construye y después ve cómo se anula la licencia y tiene que demoler lo construido. No todas las demoliciones ni todas las indemnizaciones quedan cubiertas por esta norma protectora. Incluso en algún caso el Tribunal Supremo ha considerado que el comprador de una obra sobre la que pendía un recurso era consciente del riesgo y no puede pedir una indemnización en caso de demolición. En todo caso se producen situaciones muy variadas, no siendo imposible que alguien compre una vivienda (por ejemplo, turistas que las compran desde sus países de origen) y después se entere de que el plan y la licencia habían sido impugnados antes de que él efectuase la compra.

Con frecuencia, los extremos se tocan. La proposición de reforma que antes comenté prohíbe, entre otras cosas, que quien ejerce la acción pública para impugnar un plan o una licencia retire después el recurso, para evitar que lo haga a cambio de un precio. Sin embargo, en un caso muy reciente sucedido en La Coruña, en el que una sentencia había ordenado la demolición de un céntrico edificio (por no ajustarse a la legalidad la licencia que autorizó su construcción), se ha llegado a un acuerdo para evitar la demolición. El recurrente, que actuaba en ejercicio de la acción popular (no estando, según parece, directamente afectado), y que mantuvo el pleito durante 20 años, recibirá, según se ha publicado, casi tres millones de euros a cambio de no instar la demolición. El Ayuntamiento se ahorra unos costes de demolición, indemnizaciones, etc., estimados en unos 60 millones de euros (es decir, un "Villa Magdalena") y, para evitar que el acuerdo parezca un simple intercambio patrimonial que legitima una construcción ilegal, se construirán viviendas protegidas en otro lugar y se adopta un código de buenas prácticas, aunque la mejor práctica se resume en cumplir la legalidad vigente. Una solución imaginativa, y, a la vez, una forma de vestir un acuerdo de estructura bastante obvia.

Muchos problemas, pero en todo caso lo mejor es que volvamos poco a poco a ver grúas y actividad económica después de bastantes años anómalos.

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