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Algoritmos y ética

El avance imparable de la tecnología y el aislamiento que está provocando en las personas

Brad Smith, presidente de Microsoft, ha visitado al Papa Francisco en el Vaticano. Durante el encuentro, el jefe de la imponente compañía tecnológica multinacional le dijo al Pontífice, refiriéndose a esta etapa crucial de la historia, en la que han sido creadas inteligencias artificiales: "Es preciso que se alce una voz humana, alta y con autoridad, como es la de la Iglesia". Y Francisco añadió: Una voz que "recupere palabras que están en riesgo de caerse del diccionario, como ternura, caricia o fraternidad".

El presidente de Microsoft manifestaba así el deseo de que exista una instancia moral que no cese de recordarle a la humanidad cuál es su naturaleza propia, que no deje de repetir lo importante que es el que se establezcan relaciones bien fundamentadas sobre el ser mismo de la persona, que no se canse de proclamar, en medio de los vaivenes de los ciclos históricos, que la conciencia, la libertad, la esperanza y el amor, son sillares de un santuario que irradia una luminosidad inapagable en el interior de cada ser humano, es decir, de todos simultáneamente y siempre.

Smith ha confesado, en la visita al Vaticano, su preocupación por el aislamiento que se está produciendo no sólo en las personas, aun cuando se hallen conectadas entre sí por medio de la tecnología ("todos conectados y, sin embargo, todos solos", dijo), sino también en las instituciones e incluso en los estados. Impera por doquier una inexplicable voluntad de repliegue frente a los otros, cuando, en realidad, tendría que estar acaeciendo lo contrario, ya que la tecnología ha tejido en buena medida el fenómeno contemporáneo de la globalización. Se da, pues, según él, un extraño binomio de hiperconexión e hipocomunicación.

Sin embargo, cuando se habla de ética e inteligencia artificial, el discurso sobrepasa a otras consideraciones de orden moral sobre el uso o abuso de la tecnología o la inhumanidad de las máquinas. Aunque, curiosamente, en Japón, hay ancianos que prefieren que los acompañe un robot antes que un cuidador humano, pues con el androide no se sienten ni sojuzgados ni cohibidos. Y, en el quirófano, los robots van acreditándose como mejores cirujanos que los médicos, sobre todo en el tratamiento de lesiones en la columna vertebral.

Y es que la humanidad se encuentra ante una etapa completamente nueva para ella, ya que los cambios se están realizando en la especie misma. Y en esto ejercen una función preponderante las inteligencias artificiales. Éstas operan desde los datos incontables que se hallan a su disposición de múltiples maneras y proveniencias, pero no son inmunes al error. Son constitutivamente falibles. Por lo que cabe formular algunas preguntas de índole moral.

Por ejemplo, las máquinas pensantes y aprendientes a su manera, ¿cómo van a gestionar sus propios fallos y a reparar los daños infligidos a la dignidad, la igualdad o la felicidad de la persona vejada? ¿Quién las dotará de los principios desde los que han de dirimir sus propias elecciones, que tendrán, al igual que le sucede al hombre, repercusiones insoslayables? ¿En que se basarán para establecer qué es lo bueno, lo malo o lo mejor? ¿Dejarán espacio a la libertad humana para que ésta se subleve ante el determinismo de los datos y pueda declararse autárquica frente a un sistema absolutamente regulador?

En la medida en la que se vayan asignando cometidos que requieren capacidades humanas, en cuanto a la comprensión, el juicio, el discernimiento, o la autonomía, a sistemas que pretenden ser inteligentes y cognitivos, habrá también que definir el valor de ese tipo de conocimiento, que consiste básicamente en conectar datos, y de su capacidad real para ejercer acciones equiparables a las humanas, cuya grandeza consiste no tanto en el obrar omnipotente cuanto en dar sentido a lo que se hace. Son, en suma, las cuestiones epistemológicas y teleológicas de toda la vida, sólo que transferidas ahora a aparatos.

No parece, sin embargo, que estos interrogantes de carácter filosófico sean apreciados por el gremio de ingenieros IA (inteligencia artificial), frenéticamente entregados a la construcción del universo que han de compartir hombres y máquinas. Pero lo cierto es que todo el mundo tendrá que aprender el nuevo lenguaje de la era digital, regulada por algoritmos, y a verter el de los valores morales en el de los números. Habrá, pues, que aguardar a que exista una "algoritmo-ética" y aspirar a que las máquinas lleguen a dudar de sí mismas, pongan lo humano en el centro y alcancen aquella única cima desde la que se columbra la extensa planicie de la sabiduría: la humildad. En ellas, la "humildad artificial".

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