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La Espuma De Las Horas

Cuando nací no estaba mi madre en casa

Una antología del humor recorre la vida y obra del irrepetible cómico Miguel Gila coincidiendo con su centenario

Cuando el humorista Miguel Gila nació -de esto se cumplieron cien años el pasado martes- su madre no se encontraba en casa: había ido a pedir perejil a una vecina. El recién nacido bajó donde la portera para preguntarle quién le iba a dar de mamar. Y fue ella la que se encargó. Un poco, "porque la pobre ya no estaba ni para un cortao".

Gila atravesó el siglo XX procurando llorar poco y reír mucho. De paso, algunos, gracias a él, también nos reímos a mandíbula batiente. Incluso los que sólo lo conocíamos por los viejos discos de la abuela del teléfono, la tele y sus viñetas de "Hermano Lobo". Pero su gestualidad de paleto, los chistes sobre el ejército y la guerra y los monólogos, en general, han acompañado durante décadas a generaciones de españoles que si tuvieran que verse reflejados en una forma de mofarse del mundo sería la del propio Miguel Gila: inteligentemente cáustica pero a la vez accesible para todos los públicos.

He pasado media vida escuchando cosas de Gila: del exilio en la Argentina, de si alardeaba de ser de izquierdas mientras se aprovechaba de las ventajas que le otorgaba el franquismo, de las relaciones con sus mujeres. Jamás me entretuvo el runrún. Lo que me interesaba de él eran los monólogos sobre su vida, su padre o los mendigos. Sobre todo los de la guerra. Como este: "No es por chulearme, pero cómo mato yo. Mato muy bien. Un día en un combate, voy le pego un tiro a uno y me dice '¡Que me has dao!'. Y le digo: '¡Pues no seas enemigo! ¿Qué quieres que te dé, un beso en la boca?' Y dice: 'Pero es que me has hecho un agujero'. Y le digo. 'Pues ponte un corcho'. Y dice: '¿Con qué tapo la cantimplora?'. Y yo: 'Muérete ya, anda, ¿no ves que estoy avanzando?".

Con su boina, su camisa roja y su traje negro fue el cómico que con mayor acierto se rió de la guerra, y el cateto más brillante en un país repleto de ellos. La voz para imitarlos la había inspirado un primo suyo de Ávila, Crescencio, el Cresce, que trabajó de figurante en "Orgullo y pasión", la penícula que Stanley Kramer rodó en España y en la que aparecía también el expresidente Adolfo Suárez, aunque en un papel mucho menos relevante que el de Sophia Loren, su protagonista más perturbadora. A propósito de ello, Gila le preguntó por la actriz romana y Crescencio le respondió al instante: "No vale nà, primo, las tetas mu gordas, toa la cara pintá, pero eso sí tiene muy buenos sentimientos. Allí a uno, total porque se ahogó, le dio quince mil pesetas a la familia, y ni trabajaba en la cinta ni ná, sólo se había muerto siendo un pastor que andaba por allí con las ovejas, pero ya te digo, las tetas mu gordas y mu pintada la cara".

Ese era el tipo de munición que utilizaba un cómico con buen oído como era Gila, que como todos los grandes humoristas se nutría de todo lo que le sobrevolaba. Muchas de las piezas las pillaba al vuelo. Otras le servían para escribir y a veces para admitir que se había comportado de manera cruel con sus interlocutores. Como en la ocasión en que, al salir de una sala de fiestas donde trabajaba y se iba a subir a su flamante Mercedes blanco descapotable, se encontró con un amigo de la infancia que llevaba sobre el hombro un bidé del mismo color.

"-Joder, Miguelito, lo que es la vida. Tú con un Mercedes y yo con un bidé"

Total que lo invitó una caña y le preguntó si sabía jugar al mus y al billar. Él amigo respondió que sí. Y él le sermoneó: "Pues yo no sé jugar a nada, porque mientras tú aprendías a jugar a todas esas cosas, yo dedicaba mi vida a leer, y por eso tengo un Mercedes y tú un bidé". Se le había subido la fama a la cabeza. Enseguida se percató.

Lo cuenta en "El libro de Gila", una esmerada antología tragicómica de obra y vida editada por Jorge de Cascante. Qué cien años.

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