¿Las Matemáticas, con su fría belleza, son poesía, como sostuvo Bertrand Russell? ¿Está demostrado que los productos ecológicos resultan más saludables? ¿Cumpliremos 120 años? ¿Ya no quedan en el mundo paraísos sin contaminar? ¿La inteligencia artificial sustituirá a los cirujanos por robots? A todas estas preguntas respondió la Semana

de la Ciencia de LA NUEVA ESPAÑA, un clásico ya de la vida cultural asturiana que sigue despertando un inusitado interés. Quienes descubren novedades nos permiten progresar, y los ciudadanos, ávidos de información científica rigurosa, reconocen así su talento. El esfuerzo, en cambio, no halla justa correspondencia en el trato que reciben de gobiernos, universidades y empresas.

Vivimos la era de las mentiras. La facilidad y contundencia para propagar ideas que posibilitan las redes sociales, en especial las conspiranoicas, y su capacidad para ofrecer a cada usuario sólo aquellos contenidos por los que muestra interés, encerrándolo en una burbuja, contribuyen a divulgar contra todo raciocinio las creencias más disparatadas.

Millones de personas están seguras hoy de que la tierra es plana, un movimiento de arraigo global que mueve cientos de vídeos y documentos por distintas plataformas digitales. Sostener un delirio así carece, al fin y al cabo, de consecuencias más allá de reírse con el estrambote. Pero existen otras locas afirmaciones, jaleadas como verdades, con deriva trágica. La suicida campaña contra las vacunas, por ejemplo, hace reaparecer enfermedades erradicadas. El pasado año, 38 personas fallecieron en Europa por sarampión, un retroceso sanitario inaudito.

Hay más conocimiento y progreso que nunca. El salto social ha sido enorme. Los avances, lejos de afianzar principios sólidos, los dinamitan y diluyen la frontera entre lo real y la ficción. Logros objetivos que han hecho mejor la humanidad están en discusión. Ocurre en todos los ámbitos y ahora también en el científico, en cuyas evidencias empíricas parecía que la posverdad iba a tener difícil cabida. Las conferencias de la Semana de la Ciencia de LA NUEVA ESPAÑA de este año dejan como principal conclusión este mensaje de alerta.

La falsa sensación de empoderamiento y rebeldía que transmite internet a cada individuo y la ligereza con que hoy pueden cuestionarse sin fundamento los discursos preestablecidos producen una combinación explosiva. La paradoja resultante es que, por cultivar algo en principio tan positivo como la duda sistemática y el espíritu hipercrítico, desemboquemos en la estupidez.

Hasta 72 seudoterapias, verdaderos bulos médicos muy en boga en la actualidad, contabilizó la pasada semana en un reportaje este periódico. Algunas tan pintorescas como curarse mediante el contacto con ángeles, el uso de cristales y cuarzo o la exposición sucesiva a una fuente de luz y a la oscuridad. Lo peligroso es que cada teoría cuenta con público adicto y cualquier persona tiene a su alcance numerosos artículos argumentándola. Sólo potenciando una cultura basada en criterios científicos y un acercamiento a las cosas desde la razón evitaremos el desastre. Frente a la credulidad y el escepticismo, formación e información para defender la verdad.

La inversión en ciencia es lo primero que sobra cuando la economía se tuerce y lo último que renace cuando la reactivación asoma. España es una de las diez naciones de la UE que todavía no recuperó el porcentaje de dinero público destinado a investigación previo a la crisis. Si el país figura en el último vagón de la Unión por su exiguo compromiso científico, todavía más dramática resulta la situación de Asturias, a la cola de España. El apoyo del Principado a los investigadores se sitúa en el nivel más bajo de la década. Las ayudas para respaldar el trabajo en los laboratorios, escasas y tardías, recibieron el sobrenombre crítico de "becas tortuga" por su parsimoniosa tramitación. Una denominación demasiado optimista quizá, pues el reptil marino todavía gana en velocidad a la burocracia y su exasperante lentitud para recopilar requisitos, tramitar solicitudes y despachar expedientes.

Las partidas para innovación han caído en el Estado un 5,8% de 2009 a 2017, según datos del Instituto Nacional de Estadística y de la Fundación Cotec. Por el contrario, en Francia aumentaron un 10%, en Italia un 12%, en Estados Unidos un 13%, en el Reino Unido un 16%, en el conjunto de la UE un 22%, en Alemania un 31% y en China un 99%. En Asturias, los fondos del erario para I+D descendieron un 23,4%. Sólo Cantabria, una comunidad con la mitad de habitantes, y Extremadura, con malos registros económicos, exhiben peor balance.

¿A quién deseamos igualarnos? Con varias elecciones a la vista, los políticos pueden retratarse y responder a la pregunta. Los ciudadanos tendrán así ocasión de verificar si las buenas palabras que siempre les regalan respecto a la ciencia son sinceras u otra de las innumerables falsedades que nos inundan.