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De la educación y otras minucias

Un bien precioso que nos inculcan los padres

Cuando una persona viene a este mundo provoca en su entorno tres preguntas inevitables. Nada más ver a un recién nacido, poco después de las primeras palabras de cortesía llamadas a ensalzar la belleza de la criatura, enseguida se les formulan a los padres y personal más afín y cercano las tres preguntas de rigor: la primera, si es niño o niña; la segunda, cuál es su nombre; y finalmente, la tercera, intentando averiguar a qué miembro de la familia se parece -generalmente suele ser motivo más que de controversia-.

Las tres, en efecto, son argollas trascendentales en la vida del nuevo miembro del clan. Entre las cosas que nos esclavizan nada es comparable a estas esposas que involuntariamente nos colocan los padres. En principio no somos otra cosa que la prolongación de sus metas, aspiraciones y deseos. De ese yugo paterno nunca escapamos, y allá donde se nos ocurra ir lo hacemos con nuestras manías y con nuestros lastres a la hora de tratar a nuestros semejantes. El lenguaje, a su vez, no sólo nos limita por efecto del idioma natural sino que también nos marca con un estilo que determina la agilidad de nuestro discurso, la profundidad de la conversación o los temas donde nos sentimos más competentes.

Pero quizá, querido y amable lector, sea la imagen exterior el sello de influencia más evidente. Sobre todo porque es el que menos podemos ocultar. Porque los deseos y las palabras los podemos disfrazar, mientras que los ojos, la boca, los rictus faciales o aquellos gestos al andar que tanto nos recuerdan a quienes nos ayudaron a dar los primeros pasos, ni los vemos claramente en nosotros mismos, ni somos capaces de cambiarlos por mucho que lo pretendamos.

Llevamos sobre nosotros la foto velada de nuestros progenitores. Y lo más curioso y sobresaliente del hecho descansa en que los parecidos aumentan con la edad. La imagen parece condenarnos a la mortal sorpresa de que el cuerpo de nuestros padres, sin pedir permiso a nadie, empiece a asomar con los años en el nuestro. Aquel parecido inicial con que los amigos de la familia querían identificarnos a toda costa y atarnos al árbol generacional resurge ahora más intenso de nuestras entrañas, y se manifiesta al mundo exterior sin necesidad de que nadie lo sugiera. Tantos años de lucha para no asumir ciegamente la moral paterna, tanta saludable rebelión para independizarnos de sus opiniones, y ahora nos quedamos desarmados ante el espejo.

Pero la educación, la que se imparte en el hogar, en el ambiente familiar, es, también, el sello particular, al que a un ser marca de por vida. Para siempre. Es aquello que ennoblece a quienes han cuidado de ti desde los inicios. Porque, en la escuela difícilmente se imparte hoy educación, sino más bien -y coincido con Carmen Posadas en uno de sus últimos artículos- lo que se ofrece es formación, para no interferir con el ámbito familiar. Y educación es abrir la puerta a una persona que va cargada con bolsas, o que lleva el carro de la compra o la silla del niño; educación es dejar el asiento, en un transporte público, a una persona mayor o a una mujer embarazada; educación es saludar cuando se entra en el ascensor, en vez de ir con la cabeza baja, a punto de desnucarse, mirando el móvil; educación es respetar al que sabe más que uno mismo o tiene más conocimientos, como puede ser, dado el caso, el profesor, o el personal sanitario, por mentar tan solo dos profesiones que ofrecen un servicio público, y a los que, en ocasiones, se insulta o, incluso, se agrede. La educación es un bien precioso que nos inculcan los padres, y por la que tenemos que estar muy orgullosos. Y esto, querido lector, no tiene nada que ver ni con el feminismo, ni con el machismo ni con ninguna otra etiqueta divisoria. Simplemente es eso: educación. Algo que conocen muy bien en países más septentrionales que el nuestro.

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