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La restauración de Viollet Le Duc

El arquitecto que modificó Notre Dame en el siglo XIX y su afán por "reinventar" los edificios

Terrible el dolor que sentimos viendo las imágenes de Notre Dame ardiendo. Recordaba el infierno del jardín de las delicias de El Bosco. No en vano el exterior de la catedral, desde sus gárgolas, ya convive ciertamente con el peccatis mundi. Luego, cuando la aguja del crucero se cayó, creo que todos pensamos en el terrible 11 de septiembre.

La torre de la catedral de Oviedo fue destruida en su remate más flamígero en la guerra civil, y desmochada, más bien cubierta de andamios, pasó muchísimos años de la infancia de muchos ovetenses. La que vemos hoy es obra de Menéndez-Pidal muy inspirada en aquella, pero nueva. Pero no hablemos de las guerras.

Nuestra brillante vecina, la de León -no lo recordarán, igual olvidaremos la desgracia de ayer en unos años- en 1966 se incendio totalmente por un rayo y toda la cubierta quedó hecha cenizas. Las bóvedas, como habrá pasado aquí, se comportaron como hornos y asumieron con la piedra el calor. Pero el tejado, con imágenes como las que ahora vimos en Paris, mostró postales dantescas. En León no fue la primera vez que se dio por perdida. A mediados del XIX las fábricas de la "pulchra leonina" empezaron a crepitar porque no soportaban más el peso de la cúpula barroca que le habían introducido en el crucero. Empezó desmontando Matías Laviña Blasco y al final, tras Juan de Madrazo, Demetrio de los Ríos llegó a decir que "si no se ha erigido una catedral nueva, no hay parte de la nuestra que no se haya retocado poco o mucho, y algunas partes de ella muy principales resultan completamente repuestas".

En Sevilla no tuvieron tanta suerte. Adolfo Fernández Casanova diseñaba a finales del XIX elementos, como el hastial sur del crucero, con maestría en estilo neogótico (inventado), al tiempo que se afrontaban problemas estructurales importantes en la nave, que dieron final y fatalmente en 1888 con el derrumbe de la bóveda central de la catedral que también hubo de ser reconstruida (esta vez por Joaquín Fernández Ayarragaray).

La teoría del restauro que seguían Demetrio de los Ríos o Casanova y tantos otros era la del "Restauro estilístico" que provenía del arquitecto francés Viollet Le Duc que decía que "restaurar un edificio significa restablecerlo en un estado de integridad que pudo no haber existido jamás". Este arquitecto fue quien restauró, en el siglo XIX, Notre Dame y fue quién introdujo la aguja del crucero, buscando la catedral gótica ideal (aguja que ayer vimos caer), creando una moda con estos elementos añadidos. Por cierto que contagió a otras catedrales como la de Barcelona que se hizo, junto con su fachada, en el cambio del siglo del siglo XX. Para Le Duc, al restaurar un edificio debíamos introducir partes que eran adecuadas al estilo global aunque no hubieran existido (inspirándonos, decía, en otras iglesias de la misma época), como esta aguja, o como las muchas cubiertas cónicas que repartió en Carcasona, otra de sus grandes obras. También intervino/hizo Vezelay, Aviñón, Pierrefonds o, donde fue muy intenso, San Sernin de Toulouse, pariente directa de nuestra Santiago de Compostela, que cuando la visitas parece nueva. Recuerdo la tremenda, elevada, impresión que me produjo la Sainte Chapelle parisina la primera vez que la vi. ¡Qué vidrieras, qué ligereza! Y qué decepción, años más tarde estudiando restauración, cuando supe que también Le Duc la había intervenido (con su aguja también).

Intentando consolar mis lágrimas he escrito estas líneas, porque los accidentes, máxime cuando lo son de verdad, como parece ser el caso -y además: ¡aquí no murió nadie!-, no tenemos más remedio que soportarlos con resignación. Pero quiero recordar aquí el dolor que se puede causar, incluso sin tocar un monumento (como nos indicaba Gustavo Giovannoni). Hace no mucho tiempo, el año 2007, me gustaría que no lo olvidasen para no repetirlo, el arquitecto Calatrava propuso en Oviedo la creación de tres torres inclinadas de treinta y nueve pisos, muy cerca de la Catedral de Oviedo y del monasterio de San Pelayo (ahora veríamos su osamenta sin vender dándonos sombra). Gracias al empeño de ICOMOS, el Comité Internacional de Monumentos y Sitios dependiente de UNESCO, se pudo frenar. No es lo mismo lo fortuito e inevitable, que nos lleva a la resignación, que lo caprichoso y absurdo que debe siempre llevarnos a la confrontación.

Ahora, sin duda, surgirá un debate. Por un lado las obras de Viollet Le Duc son ya un patrimonio por si mismo que conservar, y además nadie verá el dinero de nuestra sociedad mejor gastado que en la recuperación de este símbolo de Europa (la UNESCO ya ha ofrecido todo su apoyo). Pero por otro lado, la Catedral original no tenía este elemento decimonónico que pudo, al caer ahora, generar un problema aún mayor.

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