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El espíritu de la Transición

La etapa más própera de nuestra historia y el riesgo de destrucción de la convivencia

Creo que sigo sentado en el banco de la estación a la que llegamos hace cuarenta años. Y hay muchos españoles como yo. Esperábamos ansiosos el tren que nos traería hasta un tiempo, hoy mismo sin ir más lejos, en el que la democracia asentara las bases de convivencia en un Estado de Derecho que nos igualara a todos ante la Ley, bajo el paraguas de una Constitución pactada, en la que nos sintiéramos participes de un proyecto común.

Y sigo sentado en aquel banco, como muchos españoles, esperando que no se destruya el espíritu que nos permitió vivir la etapa más próspera de nuestra historia. Me refiero a la renuncia, respeto y generosidad de quienes, sin abdicaciones personales ni ideológicas traumáticas, encauzaron al país en la buena dirección tras la oscuridad de la dictadura. Y pienso, por lo que veo y oigo, que voy a seguir por mucho tiempo en el asiento que me acoge desde entonces. Lo hago con la ilusión de entonces, aunque con la esperanza muy mermada.

Vivimos momentos de confusión, en una especie de guerra civil de la palabra acre, de la palabrería hueca, de la virulenta descalificación personal y, lo que es peor, del intento de voladura del Espíritu de la Transición por los jóvenes cachorros, y no tanto, que crecieron o nacieron amparados por ella y que se iniciaron y se lanzaron a la política bajo sus principios y sus reglas. Es cierto que los tiempos cambian, los horizontes se amplían, los principios flojean y fuerzan la evolución de las costumbres en direcciones plurales. Sin embargo, el todo vale para alcanzar el poder no es argumento, porque aquí sí que hay peligrosas líneas rojas que no se deben cruzar, sin el riesgo de irnos por el precipicio de la confrontación.

Y un riesgo es moverse como una manada para violar la Constitución reiteradamente como algunos catalanes, ciudadanos de una comunidad que la votó con un sí por encima del ochenta por ciento. Ese golpe supone una deslealtad para con el resto de los españoles, que juntos acordaron darse las mismas reglas de juego en las urnas, expresión del ejercicio de la libertad y punto de apoyo de la democracia. El asalto al poder exige unas normas de decencia política, que los contendientes no deberían romper con el engaño, munición que lanzan contra los electores que oyen mansamente lo que quieren oír de sus líderes y adjuntos. Así, una vez en los sitiales, el incumplimiento de lo prometido encuentra justificación en la argumentación poliédrica que cubren con una mano de cinismo y demagogia, frente a un pueblo indefenso que descubre tarde el manejo trilero de la palabra empeñada que, como decía el "viejo profesor" (Enrique Tierno Galván), no es para cumplir.

En esta convocatoria, lo importante en juego no es lo que dicen sino lo que algunos callan, silencio del que dependen la unidad, la economía, la concordia, el respeto y el cumplimiento de la Ley, sin cartomancia ni ilusionismo. Las campañas, pienso, deberían de ser un tiempo de propuestas, sin trucos, con credibilidad para lo que se dice y quienes lo dicen, sin negar o silenciar lo que ocurrirá después del escrutinio. Pero eso no lo verán nuestros ojos, ni nuestros abuelos ni nuestros padres lo vieron, porque los políticos, la mayoría, que debieran ser ejemplo de rigor, honradez, lealtad y ejemplares representantes del pueblo, se fueron degradando hasta la mediocridad baja, la avaricia, el medro personal y la sordera, que es el escenario en el que vivimos los españoles en este momento.

Y no parece que los resultados vayan a mejorar las cosas, porque no va a producirse el milagro político que mejore la calidad, capacidad y preparación de los elegidos, siempre salvo excepciones, que las hay, y no va a transformar a los irredentos en fieles cumplidores de la Constitución. El diálogo que exigen no es el que permite ajustar acuerdos sólidos para las dos partes, sin chantajes ni exigencias ni condiciones, porque eso no es diálogo sino imposición inadmisible.

No sé si el final será la rendición por agotamiento de los golpistas o el mal se prolongará como una cicatriz obstinada que se resiste a cerrar. Lo que es evidente es que ni el diálogo ni la violencia parecen ser el ungüento para la herida supurante que nos aflige. Puede que la recuperación en sus términos del espíritu de la Transición fuera capaz de acercarnos más a la colaboración y a la concordia, pero creo que algunos partidos radicales, por la derecha y por la izquierda, lo rechazarían, porque cercenaría sus proyectos para España que no se mueven dentro los límites de aquellos principios. Sencillamente, porque tratan de utilizar nuestro sistema como escalón para sus objetivos, que no son precisamente la democracia que vivimos, aunque imperfecta y con mucha capacidad para la mejora. De lo que tratan es de dinamitarla desde dentro, y eso va contra el espíritu de la Transición. Y en ese laberinto estamos. A ver hasta donde lo permite el PSOE, tan ambiguo en ocasiones y tan beligerante en otras.

P.S. Puede que Pedro Sánchez repita en La Moncloa, que haga nuevas excursiones con el Falcon a verbenas musicales, que trate de imponer su voluntad en TVE, que se asocie con la extrema izquierda y con los herederos de ETA; que utilice a Torra, Puigdemont y Oriol Junqueras como en la moción de censura. Pero lo que no podrá evitar es que la Historia lo recuerde como el presidente que para llegar al poder pactó con quienes declararon la independencia de Cataluña, aunque no se atrevieron a consumarla; con el siempre sibilino apoyo del PNV, que no votó la Constitución y recogió las nueves sacudidas del "árbol" que cercenó cerca de mil vidas con tiros en la nuca, bombas lapa, ejecuciones inmisericordes y masacres sin piedad; con los etarras autores de tanto dolor, ahora en paro técnico, y la extrema izquierda leninista. Y esto es un hecho, no una opinión. Pero este episodio aún no concluyó. A ver qué ocurre en la noche de día 28.

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