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Toparse de nuevo con la felicidad

A propósito de "La vida en cuatro letras", de Carlos López-Otín

Es la primera vez que escribo en la prensa local. Supongo que necesito transmitir públicamente mi valoración del maravilloso ensayo La vida en cuatro letras de Carlos López-Otín. Soy lectora de ensayos (más que de novelas) y nunca me había encontrado uno en tres dimensiones: al hilo discursivo científico (riguroso y, al mismo tiempo, fácil de seguir), le acompañan citas literarias muy sugerentes y, por si esto fuera poco, la música de fondo que el autor opta por compartir con nosotros (atención a la playlist del final). El resultado: conocimiento científico accesible y bien contado, envuelto en poesía. Todo un regalo.

Nada está ahí de casualidad; ni tan siquiera el número de capítulos, catorce, a través de los que el autor nos invita a aproximarnos a un mundo apasionante. El mago de Tres mil años entre los microbios de Mark Twain, por un error de manipulación, obtuvo un microbio de donde pretendía obtener un pájaro. En cambio, López-Otín, quizás sin proponérselo, de un microbio (bueno, más bien de muchos) obtiene un pájaro que nos permite volar entre renglones que se prolongan, si nos dejamos llevar por la mente, hasta (casi) el infinito. Y esto es lo que pretendo que se dispongan a hacer, así que no seré yo quien intente resumir su libro, sino más bien quien les anime a que lo lean sin más. Un libro en el que el autor va desentrañando conceptos, entretejiéndolos y señalando por dónde va marcando surco la investigación científica y por dónde no es factible que lo haga, incluso dándole voz a la sociedad para que fije, en su caso, los límites que estime oportunos. Nos cuenta López-Otín que la vida se escribe con cuatro letras (que representan cuatro componentes químicos), que somos hijos de la complejidad y de ahí que seamos diferentes, de otros seres vivos y entre nosotros. Al mismo tiempo, nos advierte del antropocentrismo y de cómo pensar continuamente en nosotros mismos no arroja buenos resultados en términos de felicidad, mientras que "? la benevolencia, la solidaridad y la atención al prójimo generan un profundo bienestar emocional", tal y como lo avalan diversos experimentos llevados a cabo por neurocientíficos. Nos habla también de cómo, partiendo de un ambiente tóxico por tanto oxígeno acumulado y aparentemente inadecuado para sostener la vida, fue posible llegar hasta aquí, gracias a la cooperación entre las bacterias, nuestras antepasadas comunes. Y de la complejidad, a las necesarias formas de morir para vivir más, pero no eternamente? Y las mutaciones que nos dieron el pasaporte para disfrutar de la mente humana o la importancia de otros lenguajes, de la mano de la cultura y la tecnología? Y mucho más, tras cuya lectura y análisis les puedo decir que a mí todo me cuadra o, como diría Jonathan Safran Foer, desde mi punto de vista, "todo está iluminado".

Permítanme decirles que este ensayo me enriqueció en más de un sentido: en el terreno estrictamente personal, como ciudadana y como profesional.

En el terreno personal he de reconocer que comencé su lectura un tanto temerosa de concluir que el genoma fuese demasiado determinante de nuestras vidas. Confieso que fue un alivio entender en qué medida no lo es tanto como pensaba; "? somos más, mucho más que la suma de nuestros genes" nos dice López-Otín, explicándonos cómo vamos esculpiendo otros lenguajes de la vida, tales como el epigenoma (del que se deprende la información génica que se expresa en cada momento) o el metagenoma (todos los genomas que llevamos dentro, de los que ¡sólo el 10% es humano!) Disponer de estas coordenadas nos permite ser más felices y nos facilita ganarnos cotas de felicidad, porque, eso sí, la felicidad hay que trabajársela: hay margen para luchar frente a nuestros miedos, frente a lo desconocido y a las amenazas externas (tesituras que no nos predisponen precisamente a la felicidad). Aclaro que utilizo aquí la palabra cota no como economista, en su acepción cuantitativa, sino más bien como arma y defensa en la vida.

Como ciudadanos, nos da cuenta el autor de hasta dónde ha llegado la investigación científica en la materia y hasta dónde, en términos realistas, es previsible que pueda o no llegar, aportándonos las claves para tener criterio ante situaciones que la mayoría de las veces nos resultan lejanas e incluso oscuras. López-Otín alude a esta cuestión a vuela pluma: se aproxima a nosotros en términos divulgativos, señalando que es socialmente importante que los ciudadanos estemos informados y, en consecuencia, podamos opinar con criterio. Aspecto éste importante, creo yo, que tiene que ver con la ética que inspira toda su actividad investigadora y docente. Transparencia que es necesario agradecer, entre otras razones, porque contribuye sin duda a construir una sociedad más democrática.

En lo profesional, me reconforta que López-Otín hable de "la ciencia en cualquiera de sus manifestaciones", sin distinguir entre las distintas formas del conocimiento? Ojalá que cunda la idea y el ejemplo, porque a mí, como profesora, me preocupa que estemos contribuyendo a la fragmentación del conocimiento. En el terreno investigador, el sustrato material de la felicidad contribuirá a mejorar la capacidad explicativa de los modelos diseñados por los economistas (a cuya tribu pertenezco) para explicar el grado de felicidad o el de satisfacción con la vida. De momento, la herencia genética y la capacidad de respuesta a las circunstancias cambiantes son buenas candidatas a efectos de complementar las variables con las que habitualmente trabajamos los economistas.

Vuelvo al principio: el propio título. Las cuatro letras que escriben la vida. Tengo para mí que López-Otín tiene en su código genético una letra más: la H de Honestidad. En este intento de emular tanta honestidad, ahí va mi última confesión: llevaba tiempo con una especie de bola en la garganta que no me dejaba respirar y que tiene que ver con los impactantes despropósitos que, sin vencerle, rodearon la vida de Carlos últimamente. Despropósitos que, segura y lamentablemente, no son ajenos a su talento tan bien acompañado de tanta capacidad de trabajo. Aún más impactante fue, desde mi punto de vista, que nos hiciese partícipes de su pulso vital y esto, todos los sabemos, no se aprende en ninguna Universidad del mundo. A veces, la sociedad también lo sabe, la comunidad universitaria -en este caso, la Universidad de Oviedo- calla o no sale a la palestra en la medida en la que lo reclaman las circunstancias y parece, quiero creer que sólo parece, que otorga. Hablo desde una institución a la que a veces me cuesta entender. Ahora que lo pienso, puede que la epigenética le esté jugando una mala pasada. En todo caso, le convendría, tal y como indicaba en estas páginas hace unos meses el Profesor Presno, secuenciar el genoma de la miseria humana de alguno de sus miembros. Como profesora de esta Universidad, debo decir que cualquier intento de agravio a un investigador reconocido internacionalmente y que dedica las tardes de los viernes a una consulta de genómica social (no creo que sea muy habitual que otros investigadores en su terreno dediquen también tiempo a hablar con enfermos), junto con todo lo demás que ustedes ya saben o sospechan, representa un agravio a nuestra institución; la Universidad de Oviedo, a la que pertenezco y a la que tanto me gusta poder asociar, sobre todo entre mis colegas de Economía de la Salud, a López-Otín.

Carlos, quiero agradecer tu generosidad y que estés de nuevo aquí. Gracias también por haberme dado una disculpa (tu libro, tu vida tan bien contada en el prólogo) para escribir esta pequeña recensión. Como profesora universitaria no podía ser de otro modo, porque los universitarios tenemos la obligación moral de dar cuenta a la sociedad de lo que aprendemos y de intentar ser casi tan valientes como tú.

"Cuando es verdadera, cuando nace de la necesidad de decir, a la voz humana no hay quien la pare" (extracto del cuento "Celebración a la voz humana/2" de Eduardo Galeano, en El libro de los abrazos, Siglo Veintiuno de España Editores, décimosexta edición en España, Madrid, 2004, pág. 11)

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