Opinión | El Club de los Viernes
Roberto H. Granda
Trinchera y desencanto
El final de una campaña electoral tediosa
Finaliza la tediosa y agobiante campaña electoral, y más allá de los debates entre candidatos, el ambiente general de las algaradas políticas en España fue de un nivel rayano en lo grotesco. Una de las peores campañas, por bajeza y por cainismo, que se recuerdan.
Por una parte, individuos a los que alguien dio capacidad de decisión o alguna estrambótica portavocía, proclamando donde les dejaran sus verdades con el absoluto convencimiento del ignorante. Apelando a la multitud y al colectivo, tratando de catalogar al potencial elector por compartimentos estancos, como reses en una feria de ganado, y donde sólo una opción -la suya- es la verdaderamente válida, incidiendo así en la política de la identidad.
El bipartidismo clásico es sustituido por cinco siglas contendientes, pero que conforman a su vez un par de bloques igualmente polarizados, con ese afán tan nuestro y que tan implantado tenemos en la sangre y en los siglos, de dividir a los españoles siempre en dos facciones, las que helaban el corazón de Machado y que casi un siglo después siguen dejando goyescas estampas, aunque se han sustituido los garrotes por los esputos en redes sociales o la pedrada a la cabeza amparándose en la masa cobarde.
Por otra parte, medios de comunicación ofreciendo con insistencia voz y pábulo a personajes culturalmente impresentables (quizá el caso más flagrante sea el de Gabriel Rufián) más propios de la farándula televisiva que de un pensamiento estadista.
El feminismo también fue usado como parapeto para la trinchera ideológica, con proselitistas del sectarismo queriendo instrumentalizar a la mitad de la población, y así utilizarla como moneda de cambio en el voto socialista y comunista, cuando sólo en las democracias liberales de Occidente la mujer aspira a ser libre, con una más que alta posibilidad de disfrutar de la igualdad y las libertades civiles, al contrario de lo que ocurre en esos países que los gerifaltes patrios del nacionalpopulismo tienen como ejemplo y espejo.
Un feminismo tan obsceno en sus contradicciones que es capaz de callar como muerto bajo las aguas cuando la atacada no entra en sus delirantes parámetros ideológicos y, por lo tanto, su condición de mujer desaparece ipso facto. Ahí están para atestiguarlo Inés Arrimadas, Cayetana Álvarez de Toledo, las novias de los guardias civiles golpeadas en Alsasua y tantas otras.
También fueron jornadas marcadas por la inquina supremacista. Las imágenes de una jauría de descerebrados queriendo boicotear un acto en Rentería, o las de individuos enfermos de odio desinfectando las calles por las que transitó la comitiva de Ciudadanos en un pueblo de Cataluña, serán una perpetua marca lacerante de la vergüenza a quien pacte con ese nacionalismo violento, etnicista y tan fuera de esa Constitución que los candidatos dicen defender. Y es que tuvimos que asistir al triste espectáculo, que ya se viene sucediendo demasiado en el tiempo, de la Universidad tomada por un ambiente censor y reaccionario, por los que se llaman así mismos, en una de esas piruetas verbales y aberraciones semánticas, "antifascistas".
Años atrás, fue Rosa Díez la que vivió algo semejante en Madrid, orquestado su escrache por los cachorros totalitarios de lo que luego sería Podemos. Y esa gangrena tiránica se ha ido expandiendo por toda España, especialmente donde el nacionalismo sigue siendo la fuerza dominante, y con el repunte lógico que se viene advirtiendo desde que el millonario líder de un partido chavista declarara esa 'alerta antifascista' que hizo caldear aún más los ánimos y movilizar a un absurdo rebaño proclive a la violencia.
El domingo hay una cita con las urnas. Unos acudirán enardecidos por esa firme determinación que otorga la militancia. Otros irán pesimistas, cabizbajos y escépticos, más por responsabilidad cívica que por convicción; y un gran número, que es creciente cada vez (las filas de los abstencionistas se nutren con los hijos del desencanto y el nihilismo) optará por quedarse en casa y no participar en lo que se suele llamar, imagino que son sorna, "la fiesta de la democracia", sabiendo que al día siguiente, como la certeza de Philip Marlowe, todo sigue siendo triste, solitario y final.
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