Se puede decir que Pedro Sánchez, tras el fracaso de Iceta, ha redoblado su apuesta por el federalismo catalanista con Batet en el Congreso y Manuel Cruz en el Senado. Aparentemente se trata de un guiño pero solo en apariencia. El federalismo es un sistema político en el que las funciones del Gobierno están repartidas entre un grupo de estados asociados que luego delegan competencias a un Estado federal central. De esa forma se rigen Alemania y Estados Unidos, por poner dos ejemplos a mano. A simple vista, bien.
La diferencia entre el federalismo y el avanzado autonomismo español en cuanto a competencias en teoría apenas se distingue salvo por los deberes que contraen los estados federalistas al organizarse en torno a una misma Constitución. Digo en teoría porque el autonomismo del café para todos hace tiempo que ha dejado de ser un sistema simétrico para convertirse en desigual, algo que un federalismo, como es el caso alemán, jamás permitiría. Algunas comunidades autónomas, las de mayor penetración nacionalista, han ido arrancando al Estado mediante negociaciones bilaterales y chantajes los privilegios que otras no tienen.
El federalismo que predica el PSC es a estas alturas una pamema teniendo en cuenta que los independentistas no lo van aceptar como contrapartida a la rebelión emprendida en Cataluña contra las instituciones de España en busca de la autodeterminación. Su aspecto reivindicativo está superado igual que el estado autonómico contra el que se rebelan, que les ofrece lo mismo.
¿Qué queda entonces? ¿Qué es lo que se esconde detrás del federalismo que intentan impulsar los socialistas como solución? Lo que queda es el confederalismo, otra cosa muy distinta. La diferencia entre federalismo y confederalismo llevó a Estados Unidos a su guerra civil de secesión. En la confederación la soberanía se comparte en aspectos puntuales, pudiendo separarse los estados o implantar jurisprudencia con todas la ventajas y sin ningún inconveniente. Eso es lo que asoma en el horizonte.
