En las guerras comerciales, tan cruentas como las convencionales aunque sin bajas por mortandad, los aranceles conforman armamento defensivo de unos países contra otros. En la batalla global del control mundial de la economía no se utilizan cañones pero sí mantequilla, con tasas elevadas a las exportaciones de productos agroalimentarios como las que acaba de imponer Trump a Europa y que afectan a nuestra región, también campo de operaciones y pumarada: échame un culín, tío Sam.
La mantequilla es la vaselina de la guerra del comercio de las grandes potencias, donde te la meten doblada al ritmo sinuoso del último tango en París; salvo que esta vez los pasos de baile llegan también a Berlín, a Roma, a Madrid? Los aranceles son como una bomba de relojería que uno no sabe cuándo van a estallar ni qué cable cortar antes de que las relaciones comerciales den un estallido. Nos encaminamos sin duda a una nueva recesión mundial y esta vez la culpa no será de Pedro Sánchez sino de Estados Unidos y China. Y no habrá en tiempo brotes verdes que no sean de maíz o soja.
Los muertos de estas guerras sobrevenidas los contabiliza el Ibex y los transporta en Bolsas a sus lugares de orígenes envueltos en la bandera del dólar, del yuan o del euro. Ya sobrevuelan buitres las cabezas de las pequeñas y medianas empresas exportadoras, cuyo beneficio se reducirá. A río revuelto de la economía planetaria, el más perjudicado siempre es el pez chico.
En el tiempo convulso que nos toca vivir, las relaciones económicas internacionales se ven sometidas a muros, alambradas y paredones. En lugar del patrocinio de la concordia y el juego limpio, las leyes de la feroz competencia de los mercados se embarran y abocan a las trincheras y al aislamiento; a proteger lo propio y a desterrar lo ajeno. Se ha instaurado la época del proteccionismo de Estado, paternalista e interventor. Y, además, aduanero.
