En estos momentos en los que la violencia machista ha acabado con la vida de 51 mujeres, asesinadas por el simple hecho serlo, es más necesario que nunca, aunque parezca increíble, denunciarlo y denunciar a quienes, en una equidistancia cínica, niegan la mayor en una estupidez impropia de hombres dignos y que se tenga por tales y, tanto o más, de otras mujeres que entran en ese juego inmoral, asumiendo un discurso alienante y que atenta contra su propia dignidad y contra la de todas las mujeres.

Es falso que la violencia no tenga adjetivos. Claro que los tiene: no es lo mismo, por su especificidad, la violencia contra los negros, o los judíos, o los tutsis o los hutus; hay violencia racial, como existe la violencia xenófoba, homófoba, transgénero y, toca decirlo, hay violencia machista, de género, violencia contra las mujeres por el único hecho de ser mujeres. ¿Es necesario explicar que en cada uno de los casos la razón que motiva la violencia tiene que ver con la propia cualidad y condición del grupo al que se dirige esa misma violencia? No, no es necesario, y quién lo niega, indefectiblemente, la justifica, la minimiza y, no se sorprendan, la potencia y favorece. Por eso, es imprescindible tener claro de qué violencia se habla si, de verdad, se quiere erradicar.

La violencia machista no es un problema de Asturias, o de España. Lamentablemente, es un problema global. Incluso en las sociedades más avanzadas se dan casos de violencia machista, porque está en la raíz de una sociedad que, con independencia de las nacionalidades, culturas y religiones -obviamente en grados distintos-, está permeada por una visión heteropatriarcal y heteronormativa que relega (trata de hacerlo) a la mujer a un papel secundario, subordinado.

En España, con unas estadísticas escalofriantes, tenemos todavía un largo camino por delante para poner freno a la violencia machista. Es simplemente incomprensible que, a estas alturas, incumplamos el Convenio de Estambul, firmado en 2011 y que entró en vigor en 2014: suspendemos como país en materias tales como en la educación para la igualdad, en ámbitos sanitarios, policiales, judiciales, con una desprotección a veces hiriente a las víctimas de la violencia sexual.

No es posible, y hay que decirlo, erradicar esta lacra si, primero, no se reconoce su existencia y, después, ponemos medidas que tienen que empezar por una educación en valores desde la cuna. Es un problema y una responsabilidad de hombres y mujeres.

La violencia contra la mujer tiene demasiados rostros y tratar de silenciarlos es poner un velo repugnante que es también violencia. No sirve excusarse en que hay hombres que la sufren porque nada tiene que ver con el hecho de que sean varones. No. La violencia estructural contra la mujer existe y se constata en la brecha salarial, en la relegación en los consejos de administración de las empresas o en el desempleo, que se ceba especialmente en el colectivo femenino. Todo es violencia machista, que se manifiesta de muchas formas y cuya justificación, explícita o implícita, declarada o no, es el hecho de ser mujer

Es un escándalo que en una materia que tendría que ser una prioridad pública y privada se esté perdiendo el tiempo sin que se tomen todas las medidas necesarias.

Más de 1.000 mujeres asesinadas tendrían que comprometer a toda la sociedad para hacer de la erradicación de la violencia machista una cuestión de Estado porque, con estas cifras, los asesinatos solo pueden ser entendidos como una forma de terrorismo, porque ese millar es sólo la punta del iceberg. Más allá de esa cifra, están las decenas de miles de mujeres que sufren la violencia y no denuncian, por miedo, por falta de recursos, por vergüenza, como si tuvieran algo de qué avergonzarse. Más allá de esa cifra, están las decenas de miles de niñas y niños que pagan, a veces con sus propias vidas, la violencia contra las mujeres, con hombres que les hacen daño cuando insultan, vejan, pegan o matan a sus madres, pero que, también, no tienen escrúpulos para asesinar a su propia prole por el daño que saben que infringirán a sus parejas o ex parejas.

Y, en este país, en esta situación con 51 nuevos cadáveres sobre las estadísticas, nos toca ahora tener que soportar la inmoralidad absoluta de quienes desde la extremaderecha llegan para mancillar la memoria de esas mujeres asesinadas, negando la violencia machista, su carácter y origen, que les ha arrebatado sus vidas.

En Madrid, por primera vez desde 2005 el Ayuntamiento no hará una declaración institucional el 25 de noviembre con motivo del día internacional de la Eliminación de la Violencia Contra la Mujer. Y aquí, en casa, el mismo partido de ultraderecha ya anunció el viernes que no está dispuesto a suscribir esa declaración que, también en la Junta General del Principado, todos los partidos democráticos firmaban en un pacto no escrito en el que, más allá de las diferencias, nos uníamos para rechazar los asesinatos y cualquier tipo de violencia a las mujeres por el mero hecho de serlo.

Son éstos tiempos extraños: el ser humano ha salido a la Luna y ha visto, desde allí la fragilidad de nuestro planeta y comprobado que era verdad lo que ya planteaban los griegos en el siglo III antes de Cristo, o lo que demostró la expedición de Fernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano, cuando circunnavegaron el mundo en el Siglo XVI: que vivimos en una enorme esfera flotante en el universo.

A pesar de los hechos objetivos e irrefutables de la ciencia, aumentan los terraplanistas y nuevamente tenemos que aguantar a majaderos que niegan la evolución de las especies y tratan de imponer una visión falsa hasta en los colegios, a donde quieren llevar como verdad científica el creacionismo haciendo de Adán y Eva nuestros primeros padres, no como una metáfora, sino como un hecho histórico y cierto. Si no fueran dramáticas las consecuencias de esta involución del pensamiento sería hasta cómico. El drama es que hay partidos, también en España, que hacen una pirueta para imponer su cosmovisión, sus principios, sin importarles los datos objetivos, retorciéndolos, sesgándolos y hasta inventándolos.

Están en la mentira sostenida y continuada, aprovechando la caja de resonancia de sus redes y también de los medios de comunicación, que dan aire a cualquiera de sus imposturas sin importar su falta de rigor o que sean falsas por completo. Lo hemos visto en debates, en campaña, en informaciones diarias de allí donde llegan a las instituciones.

Lo que digan esos partidos filofascistas no puede marcar la agenda política y menos atar al resto de las fuerzas democráticas que están en las instituciones. Es incomprensible. Ya ha pasado. Madrid es sólo un ejemplo, reciente y lamentable. Por eso, si en Asturias se niegan a firmar una declaración institucional, el resto de partidos debemos unirnos igualmente y consensuar un manifiesto para denunciar la violencia contra las mujeres y, sobre todo, uniros en la lucha para erradicar esa violencia como una prioridad de nuestra acción política dentro y fuera de esas instituciones. Es una responsabilidad que atañe todas las fuerzas verdaderamente democráticas.

Hay que desenmascarar a quienes se escudan en mentiras como la criminalización de los hombres: no es verdad. Nadie criminaliza a los hombres salvo a aquellos que ejercen su violencia machista, en manadas, en asesinatos, en el horror del maltrato a la mujer en sus múltiples formas.

En este 25 de noviembre, y el el resto de días del año, unámonos en la denuncia de la violencia machista, en la violencia contra las mujeres; levantemos la voz para dar la palabra a quienes ya no podrán volver a hacerlo porque las han asesinado y, también, para acallar y desenmascarar a quien sin ningún escrúpulo ni pudor, niega esta lacra insoportable.

Izquierda Unida desde luego estará frente a cualquiera que pretenda silenciar la violencia contra las mujeres con subterfugios y mentiras, porque aceptarlo es, en cierto modo, volver a asesinar a cada una de las víctimas.

Por eso, si lee o escucha a alguien afirmar que la violencia contra las mujeres no existe, desconfíe, porque, lamentablemente, mienten. La violencia contra las mujeres es una verdad dolorosa y, quienes la niegan y mienten, lo saben.