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Una epopeya muy fría

La difícil conquista del Polo Norte

Hace cincuenta años, en una gesta repetida hasta la saciedad, el hombre llegó a la Luna. Y por lo que sabemos también cumplió con otra hazaña que se le resistía aquí, en su casa, en la Tierra; y es que en 1969, un grupo de hombres consiguió pisar por fin los 90º N, o lo que es lo mismo conquistar el Polo Norte. Pero si esto es así: ¿por qué tardamos tanto en lograr el Polo Norte si el mismo siglo XX había sido pródigo en hechos memorables? El alunizaje fue el más espectacular, pero no el único. En el siglo pasado se vencieron grandes retos, aunque las pesadillas bélicas de las dos guerras mundiales los oscurecieron. Desde 1911 hasta 1969 "el hombre conquistó los cuatro puntos más extremos del planeta": el más al sur, el más alto, el más profundo y el más al norte. En 1911 una expedición noruega dirigida por Amundsen alcanzó el Polo Sur, en el continente helado de la Antártida. Edmund Hillary, de Nueva Zelanda, y el sherpa Tenzing Norgay coronaron el Everest (8.848 metros) en 1953. En 1960 el militar estadounidense Don Walsh y el ingeniero belga Jacques Piccard llevaron su batiscafo hasta lo más hondo conocido de la fosa de las Marianas, a 11 kilómetros de profundidad. Pero esos 90ºN se resistieron tanto como la Luna, ¿por qué?

En la Antártida, en el Polo Sur, hay un continente helado y no se va a hundir el suelo bajo los pies o los trineos; en cambio en el Ártico, en un océano poblado de islas, pero océano, eso sí puede suceder con el deshielo del verano. Al contrario, en invierno, si se ha entrado en barco, al helarse de nuevo la superficie marina y ampliarse la banquisa -la capa de hielo más gruesa y permanente, pero fluctuante- los viejos barcos quedaban atrapados y se quebraban. Y era terrible. Hubo incontables exploradores que murieron en aquellas latitudes, que padecieron penas con el tiempo glacial atrapados sobre un bloque de hielo durante meses. Un escenario inquietante a poco que lo imaginemos.

El interés general por el extremo septentrional del planeta estuvo en su origen, hace 500 años, relacionado con la posibilidad de encontrar un paso de navegación rápido hacia Asia, hacia la tierra de las especias. Apenas unos años después de que Colón llegara a América, creyendo haber arribado a las Indias Orientales (India y China), el también genovés Giovanni Caboto (1450 - c. 1499), comerciante, navegante y explorador, que había residido en España, justo en la época de la aventura colombina, y que encontró en la rival Inglaterra el apoyo negado por portugueses y castellanos, emprendió su viaje por el norte. Renombrado John Cabot, navegando por el helado Ártico, costeó Nueva Escocia en 1497 y el litoral canadiense sin saber, como Colón, que se trataba de un nuevo continente. Después, en el XVI, el holandés Willem Barents fue el más destacado marino del Ártico y en su nombre se bautizó un mar y le recuerda la geografía de este inhóspito territorio. El dominio de los mares por las coronas luso-castellanas en la Edad Moderna obligó a los ingleses, franceses y holandeses a "buscarse la vida" en las tormentosas, frías e inseguras aguas del norte, además de financiar y promover la piratería, el acoso y la rapiña en las vías marítimas imperiales. La "guerra comercial" y por el control de las rutas de navegación estuvo en la base de las exploraciones en el helado norte terrestre, que se resistía insistentemente, aprisionando en los meses invernales los barcos y condenado a mil penurias, cuando no a la muerte, a sus tripulantes.

Héroes sin nombre, los pescadores vascos, cántabros, astures o gallegos enrolados en barcos balleneros y bacaladeros consta que fueron asiduos y tempranos visitantes de las costas de Terranova, en los límites de las aguas heladas, lejos de los convoyes del comercio colonial más cómodo. Numerosos estudios acreditan estas intrépidas incursiones que recuerdan a las míticas y antiquísimas del griego Piteas o de los vinkingos de Erik el Rojo.

Quebrada en el siglo XIX la hegemonía marítima hispanoportuguesa (recuérdese Trafalgar en 1805), la vista en la exploración del norte siguió manteniéndose porque se querían acortar trayectos de navegación. Muchas expediciones fracasaron, pero fueron "subiendo cada vez un poco más". Los escandinavos, más adaptados y experimentados en el medio, más atentos a la sabiduría de los habitantes de aquellas latitudes, acabaron controlando la exploración. La centuria decimonónica está poblada de aventuras y exploradores temerarios, trineos, inuits y perros imprescindibles, así como kayaks para ir entre islotes de hielo. Son épicos Sir John Franklin y los suyos, a principios del siglo, amortiguando el hambre con el cuero de sus botas; o el noruego Nansen que consiguió más ideando un barco de quilla redondeada para vencer la presión de los hielos. Incluso el explorador y gran viajero Luis Amadeo de Saboya, duque de los Abruzos, nacido en el Palacio Real de Madrid en 1873, cuando su padre fue requerido para hacerse cargo de la corona española que tan poco le duró, intentó alcanzar al Polo Norte, arribando en 1900 más arriba que nadie.

Entrados ya en el siglo XX, además de la parte científica o de comunicación, la lucha por "pisar" los 90º N se convirtió en un reto de prestigio nacional. La expedición sueca de Nordenskjöld abrió la ruta del nordeste, que se utiliza en el comercio actual ruso. La contienda por ser el primero en conquistar el "reino de la estrella polar" estuvo también plagada de mentiras y de combates de opinión. Los norteamericanos Peary y Cook, apoyados por los muy poderosos diarios "The New York Times" y "The New York Herald" se enzarzaron en un discutible "fui yo", que no fue tal porque ambos fabularon más de lo debido. Finalmente, el calculador y concienzudo conquistador de la Antártida, el noruego Roald Amudsen, el "rey del frío", llegó al Polo Norte en 1926 en dirigible, por el aire. Así que hubo que esperar décadas para que el británico Wally Herbert (1934-2007) lograra guiar su trineo hasta la tan escurridiza meta, apenas unos meses antes (en abril) de que el hombre pisara la Luna. Fue la última gran aventura gélida. Tal vez, dicen algunos, esa sea la última de este tipo si los hielos del Ártico siguen fragmentándose a la velocidad actual. Un océano, unos espacios, escenario de intereses económicos, estratégicos y comerciales aquejado hoy por ambiciones desmedidas, más peligrosas que el mismísimo cambio climático.

Ahora que tenemos un otoño desapacible y han comenzado a cubrirse las montañas de nieve, algo menos inusual de lo que pensamos, recordamos o nos dicen, sentimos lo terrible que es convivir con el frío. Helarse antes del invierno no es algo de ahora.

Echando la vista al pasado, recogía el escribano en el acta de una Junta General del Principado de Asturias en marzo de 1693 que "el año será de muchas nieves, pues que comenzó a nevar en la luna de setiembre y seguirá hasta junio", volviendo a describir dos años después otra vez la misma situación.

La gesta de la conquista de los polos se nos antoja increíble. Y es que en eso de ponernos retos y superarnos los humanos "somos la leche". Ojalá fuéramos igual de intrépidos en ponernos de acuerdo.

[Javier Peláez. 500 años de frío: la gran aventura del Ártico. Barcelona, Planeta, 2019; Sociedad Geográfica Española (web); Actas Históricas de la Junta General, Tomos IX-X (1695-1700). Edición digital (web institucional; acceso libre)]

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