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Árboles, luces y dulces

Costumbres navideñas

Andan las ciudades rivalizando con sus ropajes navideños, pobladas de tantas y tan variadas arquitecturas luminosas efímeras que se ha disparado la moda del turismo "Navidad", añadiéndose a los de siempre de playa, rural, montaña o al "cultural" que todo los demás abarca, gastronomía en boga incluida.

Y con las luces se revisten los árboles ornamentales y se instalan otros especiales, de esos que nos recuerdan bosques boreales, todos mágicamente iluminados, algunos cobijando paquetes de regalos, ositos y animales varios brillantes. Y ya que hay luces, árboles, turismo, ganas de salir, de quemar existencias aunque sean exiguas, toca también traer, poner y reponer los dulces que "vuelven, como los seres queridos, a casa por Navidad". ¡Y mira que ahora el azúcar, junto con muchas cosas más, está proscrito y tiene mala fama! Pero la Navidad es así.

Recurriendo de nuevo a la Historia, la nuestra y la de otros tan mezcladas, veamos de dónde nos vienen, según algunos, esas tradiciones que cada año nos acompañan en unas navidades que se alargan porque a las costumbres laicas y religiosas se suma el inevitable consumo que de todo se aprovecha.

Primero, destacar que buena parte de lo que hoy asumimos es resultado de un sincretismo en el que se fusionan ancestrales festejos de pueblos campesinos y ganaderos precristianos que, sujetos a la naturaleza, celebraban los cambios del ciclo anual de las estaciones para propiciar la mejora de sus vidas y cosechas en el futuro inmediato. El solsticio de invierno entre el 20 y 23 de nuestro diciembre -que es realmente el mes doce del calendario y no diez como su latino nombre dice- y que este 2019 cayó el domingo día 22, siempre fue tiempo transición. En esa fecha inscribieron los pueblos del hemisferio norte numerosos ritos de paso, muy conocidos en esta nuestra Europa y exportados lejos tras la globalización desencadenada hace 500 años con aquella vuelta tan digna de loa de Magallanes-Elcano a la Tierra.

La gran Roma diseñó las Saturnales que desde mediados de diciembre honraban al adusto y taciturno Saturno, el Cronos griego que devoraba a sus hijos. Se acababa el año, el Sol hacedor de vida llegaba a su mínima expresión, pero para ir renaciendo con fuerza. Por eso los días del solsticio de invierno eran pura fiesta.

En las zonas de centro y norte europeas, cuando la noche llegaba a su máxima duración y ya apuntaba el cambio en el que despacito iría venciendo el día, se conjuraban los malos espíritus y se atraían las bondades naturales encendiendo fuegos, decorando los árboles y utilizando las ramas de los maravillosos abetos y pinos perennes ("eternos como la fe") para proteger hogares, establos, graneros; al fin familia, casa y hacienda, lo valioso. Se organizaba la "Yule", festines y reuniones familiares y comunales, se encendían los viejos troncos durante días, después renacerían los nuevos, se exaltaba la fertilidad y se consumían las reservas sobrantes de cosechas y matanzas, bebiendo y endulzándolo todo, cada pueblo según los recursos propios del lugar. Luego, cuando el comercio medieval perforó el aislamiento, incorporaron las especias que hicieron más sabrosos sus postres; el jengibre y la canela les privó. Con la comida y la bebida, la danza y la música estaban servidas las fiestas.

Salvando diferencias, sus leyendas se parecen a muchas nuestras. Los mitos druídicos, que se dicen celtas, están presentes en el uso del muérdago, un parásito que crece en los árboles ya desnudos y débiles del invierno absorbiendo la vida final, al que atribuyen de propiedades protectoras y vitales.

Diseñado el "Misterio" navideño como celebración religiosa hacia el siglo IV los intrépidos evangelizadores de latitudes altas incorporaron aquellas ceremonias a los tiempos, creencias y pasajes del calendario cristiano. La forma triangular de abetos y pinos, convertidos en emblemas de la Pascua, se identificaron con la Trinidad en sus tres vértices. Las bolas, entonces frutas o adornos toscos, colgadas en los árboles eran las manzanas del paraíso, frutos y tentaciones a las que vence la luz. La festividad de Santa Lucía, tan querida por el norte, desplazada al 13 de diciembre por la implantación del calendario gregoriano a partir de 1582, coincidió hasta entonces con el solsticio de invierno. De ahí el dicho: "por Santa Lucía mengua la noche y crece el día".

El culto a los árboles está anclado en todas las comunidades de tierra boscosa, montañosa, de campesinos recios y pegados a las narraciones antiguas. Así arcaicos usos cifraban la encomienda de un buen año a los troncos de los árboles que ardían los últimos días de cada año, quemando lo malo y propiciando lo bueno, coincidiendo luego con los festejos. El que renace es símbolo de vida.

Cristianizando viejas ceremonias, la Natividad es nacimiento del "redentor, luz del mundo". Las luces, las comidas de reunión familiar bajo símbolos religiosos, como en la misa del Gallo que desde el siglo V anuncia el nacimiento y reúne en vigilia a los creyentes "mox ut gallus cantaverit", son puro simbolismo. El gallo que anuncia el día.

A lo espiritual acompañó lo sensual: los sabores y la música; los villancicos, fueron enriqueciéndose, adaptándose, mezclándose con aportes de culturas y pueblos distintos. Y hubo regalos; de los dadivosos Santa Claus o San Nicolás surge la noche de Papa Noël que reparte toda suerte de bienes por la Navidad, rivalizando -ahora complementando comercialmente- a los católicos Reyes Magos de Oriente que adoran al Niño el 6 de enero, cerrando nuestro ciclo navideño. Mas locales son -por ceñirnos a lo próximo- el tronco navideño catalano-aragonés Tío Nadal, el Esteru cántabro, el Olentzero vasco-navarro, el Pandigueiro gallego o l´Anguleru astur, aupados con el renacer del localismo folklórico, todos generosos con los niños, el Niño que nació al fin.

Naturalmente es hace siglos este un tiempo de dulces. Gastar la energía aportada por las golosinas era algo que nuestros antepasados hacían muy bien porque el trabajo diario duro quemaba lo que fuera. Hoy necesitaremos un extra de gimnasio o dieta. Pero son consubstanciales a la Navidad. Triunfan sobre los bollos de la Santa Lucía nórdica, los pannetones italianos, el pan británico, el dulce de Noël francés, nuestro roscón de Reyes, los chocolates, e incluso "les casadielles asturianes" irremplazables, los turrones, polvorones y mazapanes. Productos que en Navidad introducen una fusión más que difumina diferencias religiosas. El turrón, extendido desde el siglo XVI en el Levante español y hoy bien nacional, es de origen musulmán y preside la católica Navidad.

Lo dicho, todo vale en Navidad, el tiempo de las "mezclas culturales en estado puro", adobadas con excesos. Abocados a dos semanas de peligro cierto, recordemos lo que escribía el gran y sensato Baltasar Gracián: "Es cordura provechosa ahorrarse disgustos. La prudencia evita muchos" ¡Feliz Navidad!

[Francisco José Gómez. "Breve historia de la Navidad". Nowtilus, 2013]

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