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La verdad siempre prevalece

La impecable actuación del embajador Máximo Cajal en el asalto hace 34 años a la Embajada española en Guatemala y la probada implicación del Gobierno guatemalteco en aquellos hechos

La entrevista publicada en LA NUEVA ESPAÑA al señor Molina en la que el interesado efectúa declaraciones absolutamente impresentables faltando gravemente a la verdad en unos casos y mintiendo en otros, me hace recordar ahora lo acontecido el asalto a la Embajada de España el 31 de enero de 1980 y me produce siempre un sentimiento de dolor por lo que pudo haber sido y no fue, por lo que pudo evitarse y no se evitó por la incomprensión, barbarie y desatino de los responsables: un Gobierno de facto y dictatorial presidido por el enloquecido general Fernando Romeo Lucas García (fallecido cuando estaba en situación de búsqueda y captura por la Interpol) y con un delincuente de ministro de Gobernación (Interior) Donaldo Álvarez Ruiz, posteriormente reclamado por la justicia guatemalteca y también por la Interpol. Guatemala y España tienen derecho a conocer la verdad para que hechos de la misma naturaleza no se vuelvan a repetir jamás. 34 años después cuando, como testigo e investigador presencial de los hechos, estaba a punto de publicar un libro sobre la materia (que ahora ya está disponible pero con la primera edición agotada) me sorprendió la triste noticia del fallecimiento del ejemplar embajador Máximo Cajal.

La única excepción de la democracia española, a la universalidad de relaciones que queremos con todos países iberoamericanos, la constituyó la ruptura de relaciones diplomáticas con Guatemala en 1980, como justa proporcionada e inevitable decisión del Gobierno de Unión de Centro Democrático -UCD- que presidía Adolfo Suárez (apoyada por el Parlamento español en pleno), ante el salvaje asalto de la sede diplomática española perpetrado por las fuerzas de seguridad y ejércitos guatemaltecos, frente a la negativa y resistencia expresa reiteradamente manifestada por el embajador español, jefe de misión y contraviniendo descaradamente cualquier principio de Derecho Internacional conocido.

El Gobierno guatemalteco de entonces cometió un delictivo y criminal abuso de poder, ordenando asaltar una representación diplomática, previamente ocupada por unos campesinos y estudiantes que solicitaban una investigación por unos asesinatos perpetrados por el ejército en Chicamán, departamento del Quiché, y que solamente pretendían que su voz se escuchara y se hiciera justicia. A pesar de haberse comprometido a no hacerlo ante el entonces ministro de Asuntos Exteriores de España, Marcelino Oreja, el inconcebible asalto se ejecutó sin miramiento alguno. El Gobierno tuvo cuantas oportunidades se puedan imaginar para propiciar una solución negociada con los ocupantes de la Embajada. No lo hizo. A pesar de conocer perfectamente la situación, ni el ministerio de Relaciones Exteriores, ni Protocolo, ni el ministerio de Gobernación, ni Presidencia, se interesaron por averiguar lo que estaba ocurriendo. Los policías decían simplemente que eran unos mandados que cumplían instrucciones. No se permitió el ingreso de la Cruz Roja, ni tampoco de los bomberos, que llegaron al lugar diez minutos después de la tragedia, cuando ya no había nada que hacer. Sin conceder la más mínima oportunidad al diálogo, en menos de cuatro horas se ocupó una Embajada y se asaltó su sede. Existió una dejación total de responsabilidad de dirigentes y asaltantes que se comportaron más como vulgares matones a sueldo que como funcionarios del orden.

Al comprobar el trágico balance de 37 víctimas y encontrarse frente a una responsabilidad criminal e internacional de primera magnitud, el Gobierno guatemalteco trató por todos los medios de desfigurar los hechos. Impuso la censura previa a medios y periodistas utilizando la amenaza y/o la eliminación física de testigos. Es simplemente impresionante la lista de personas que sufrieron terribles consecuencias y que perdieron la vida por defender la verdad. Tres de ellas fueron precisamente tres sacerdotes españoles del Sagrado Corazón asesinados: José María Gran y Faustino Villanueva (el 4 de junio y 10 de julio respectivamente de 1980) y Juan Alonso (el 15 de febrero de 1981). Constituye por tanto un grave, imperdonable y triste sarcasmo lo que pretende insinuar el señor Molina.

Los Misioneros del Sagrado Corazón que trabajaban en el Quiché seguían respetuosamente las enseñanzas del Evangelio a la luz del Vaticano II (1962-65) y a las conferencias episcopales de Medellín (1968) y Puebla (1979). El obispo del Quiché, Monseñor Gerardi, sería también asesinado (28 de abril de 1998) tras publicar el informe del arzobispado "Guatemala, nunca más", que en línea con la Comisión de la Verdad como veremos, condenaba también a Lucas y su Gobierno.

Desafortunadamente para el señor Molina, todo el asalto se grabó por distintas televisiones en donde se reconoce a policías, miembros de la temible judicial y militares de paisano, que cumplían las terribles órdenes del Presidente a su ministro de Gobernación de no dejar testigos vivos. Para ello se lanzó un gas paralizante que impidió la salida de las víctimas que huían del fuego (existe fotografía del arma y autor). El respetado doctor Adolfo Molina Orantes, excanciller y expresidente del Instituto Guatemalteco de Cultura Hispánica, que se encontraba de visita, no murió quemado sino de un balazo en el pecho. La bala lleva siempre el nombre y apellido de la pistola y por tanto de la persona que la dispara. El Gobierno de Lucas no lo investigó nunca porque sabía que el arma y la bala eran de un policía.

Molina Orantes, como eminente jurista, conocía y detestaba las atrocidades del régimen de Lucas García, y con el afán de mejorar la imagen de Guatemala, quería organizar las VII jornadas de Derecho Procesal y con esa idea visitaba al embajador Cajal. Nunca, que yo sepa, manifestó sus temores ni a su propia familia. Estaba literal y serenamente horrorizado por lo que sucedía en el país bajo el mandato del general-presidente Lucas. Con su muerte se eliminaba a otro testigo importante. Temía con su conocida prudencia y discreción que, si lo hacía público, su familia fuese severamente afectada. No le faltaba razón. El doctor Roberto Mertins, demócrata convencido, hispanista, enamorado de su patria y muy amigo de Molina Orantes, al que reemplazó en la Presidencia del Instituto, acusó y responsabilizó públicamente al Gobierno guatemalteco por el asalto, y por ello fue también asesinado de 50 balazos en una operación militar ejecutada impunemente y en pleno día el 3 de septiembre de 1980.

La Policía Judicial, en colaboración con la Nacional, secuestró del hospital Herrera Llerandi y asesinó al superviviente Gregorio Yujá e intentó hacer lo propio con el embajador Cajal. Lo evitó la presencia del embajador de Costa Rica, Mario Esquivel, uno de los embajadores que hacía turnos de vigilancia. Son testigos de todos estos hechos, además del embajador costarricense, los señores Jesús García Añoveros (hermano del entonces ministro de Hacienda español) y el experto español, miembro de una misión de asistencia técnica en Guatemala, Francisco Javier López Fernández, que se brindaron a cuidar del embajador y se encontraban en su habitación en el mismo hospital. Por increíble que parezca, se trataba de eliminar cualquier superviviente que pudiese denunciar.

España contó, con el pleno apoyo internacional desde el Consejo de Europa y el Parlamento Europeo al Secretario General de Naciones Unidas, incluidos los organismos de la región que entonces existían tales como el Pacto Andino o la Organización de Estados Americanos -OEA-, cuerpo diplomático acreditado en el país, la Iglesia y, sobre todo, la Comisión de la Verdad (la Comisión para el Esclarecimiento Histórico, CEH), creada y apoyada totalmente por la ONU con investigación e informes técnicos de impecable imparcialidad elaborados por un conjunto de reconocidos expertos a petición incluso del propio Congreso de la República de Guatemala (punto resolutivo nº6-98). Tras un exhaustivo y completo análisis, la Comisión presentó en febrero de 1999 su informe titulado "Guatemala, memorias del silencio", sentenciando implacablemente la culpabilidad y responsabilidad de Presidente, gobernantes y "fuerzas de orden" guatemaltecos y dando toda la razón a las tesis esgrimidas por España y por su embajador. Ya fallecido Lucas García, el principal culpable, Donaldo Álvarez Ruiz, continúa huido y reclamado por la Justicia. De todo esto, que son pruebas fehacientes verídicas, comprobadas y reconocidas por el propio Gobierno y Congreso de la República guatemaltecos, el entrevistado no dice una palabra.

Máximo Cajal se comportó en todo momento como un auténtico embajador de España. Su impecable actuación le costó sinsabores y peligros. Desde donde esté (seguro que será un buen lugar) que no se preocupe. A pesar de las insidias miserablemente vertidas en su contra, la verdad se ha abierto definitivamente camino encontrando su lugar en la historia. Descanse en paz.

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