Joseph Ratzinger decía que la verdad de la fe cristiana resplandece en la belleza que aquella ha generado y en el testimonio de vida de los santos. Ambas, belleza y vida entregada a Dios y a los demás, se erigen en la más convincente apología de la fe frente a cualquier intento de negarla, menospreciarla o simplemente ignorarla.
Afirmaba también que la belleza es una forma superior de conocimiento, ya que hiere como un dardo al ser humano en su interior y lo conduce a un adentramiento, diferente del que se produce por otras vías, en la realidad de la verdad. Esta conjunción de estética, ética y noética, consideradas en su indivisibilidad recíproca, es la que llevó a aceptar intelectual y cordialmente la fe cristiana al recientemente fallecido filósofo Roger Scruton. En su libro "El alma del mundo", en el que vertió sus reflexiones sobre el arte, las relaciones personales y las intuiciones morales, el pensador inglés declaraba su firme convicción de que las aspiraciones humanas no quedan satisfechas por los meros logros científicos, aun siendo, como son, muy importantes; sin embargo, no abarcan ni dan razón de la totalidad de las dimensiones del ser.
Sostenía que es especialmente en el arte y en las relaciones humanas en donde se puede apreciar el deseo de trascendencia, la necesidad de lo sagrado y la nostalgia de infinito, que alientan en el corazón, la mente y las acciones del hombre. Y estimaba como algo extraordinariamente grande el que, en el cristianismo, el componente sacrificial, propio de las religiones, consista, no en ofrecer a Dios algo -o a alguien- distinto de sí, sino en darse uno enteramente a los demás, hasta la extenuación, por puro amor al prójimo.
Scruton, profesor y estudioso de Estética, trató de identificar, durante los años de su dedicación a ese menester, las huellas de la presencia de Dios en las expresiones más sublimes y hermosas de la creación humana: la pintura, la arquitectura, la música y la literatura. Mas no solo en estas. También en las experiencias de encuentro "yo-tú" que acaecen diariamente. Y, sobre todo, en las de amor mutuo. Y en los sufrimientos, que nunca faltan, y que roturan, con su arado de dolor, las profundidades de la persona, para que, tras ese desgarro interior, guste de una jamás antes paladeada dulzura, surtida por nuevos y desconocidos frutos recolectados de entre las amargas penalidades.
Decía León Bloy que "el hombre tiene lugares en su pobre corazón que no existen todavía y donde el dolor penetra a fin de que sean". Ahí se halla también, oculta, una belleza que está por descubrir, de la que Scruton se ocupó igualmente en su abundante producción bibliográfica, ahora ya concluida a causa del fallecimiento, en la que aparecen desarrolladas sus agudas, incisivas, audaces y provocativas apreciaciones sobre la belleza, la verdad, la condición humana, la ciencia y la religión.