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Con Víctor, juntos de la mano

La primera de las tres noches de comunión en el teatro Campoamor de Oviedo con el cantautor de Mieres

Estaba sentado en una butaca del Campoamor este viernes sintiéndome admirado por el ambientazo previo al concierto de Víctor Manuel. Una cola civilizada, ilusionada, que llegaba desde la calle Uría. Recordaba cuando en 2011 le concedieron un premio AMAS honorífico a Víctor. Aquella noche me dejó boquiabierto.

Los AMAS son los Oscar de la música asturiana, un mundillo no tan numeroso en realidad. Un colectivo relativamente cerrado. Si se quiere ser crítico se podría decir que un poco endogámico.

La figura de Víctor está tan alejada de esto, tan sobredimensionada, que había cierto run run de desaprobación en los pasillos antes de la gala. Como si en el fondo él no perteneciera a lo que estaba pasando allí. A pesar de ser músico y de Mieres.

Aquella noche Víctor contestó a la tibieza con la que fue recibido con un discurso pausado y brutal. Habló de lo jodida que era la profesión, de lo complicado de hacerse un sitio y vivir de ello, de la dificultad para encontrar salas, conciertos. Que dedicarse a lo que más feliz hacía a todos los presentes era casi una utopía.

Reconoció que, por el tipo de vida que llevaba, por su edad y por su éxito, apenas conocía a los nominados de ese año. Pero que gracias al milagro de internet había dedicado tiempo a investigarlos. Había sentido esa curiosidad y se felicitaba por el talento que había ido descubriendo.

Su segundo aplauso, el de bajarse del escenario, premio en mano, fue una ovación cerrada. Se había comido todos los prejuicios de los presentes. Yo también aplaudía sorprendido y pensaba, como aquel mítico personaje de "Airbag": ¡qué profesional, qué profesional!

Lo que le esperaba el viernes en Oviedo era algo muy distinto. Un teatro lleno (así será tres veces esta semana, un hito en nuestro coliseo, poco acostumbrado últimamente a este tipo de eventos). Allí estaban fieles sus feligreses, brillo en la mirada y palmas humeantes. Personas que le consideran historia sentimental, que le quieren como familia.

De la manera más sencilla Víctor sale al escenario. Se le nota que está donde quiere estar. A lo largo de dos horas canta y cuenta. Va de canción en canción arrancando sonrisas y versos de los labios de su público. Sus himnos, todos lo sabemos, narran historias cargadas de emotividad.

Entre tema y tema va colando esas pequeñas leyendas familiares. Habla de su padre, de su güelo, de hijos, novias, de Ana. Al final uno no sabe si está en el teatro o en la cocina de casa apurando un tazón grande de café con leche con marañuelas caseras para mojar. Como cuando volvía a casa el primo emigrado a La Habana cargado de aventuras.

Lo que se ve entre los presentes, en cada asiento, palco o platea, son parejas que cuando comienzan los acordes de tal o cual se miran y entrelazan los dedos. También suspiros, nostalgia y Kleenex que secan lágrimas furtivas.

Con toda la gracia le ocurre que dos veces se pierde en medio de sus propias canciones y no le importa nada parar para burlarse de sí mismo. Le gusta sacar el acento y un bable tibio entonces. Son más de cincuenta años de escenarios.

Para alguien como yo, que no pertenezco a su público objetivo, no deja de ser una sorpresa llegar al final de la cita pensando: coño, es que las conozco todas. No sabía que me sabía tantas. Es imposible que me sepa ni una más. Y eso es cuando empieza el "Asturias" con una subida de volumen impactante.

La cosa termina con todos puestos en pie. Yo también me levanto, claro, porque no me quiero perder nada de lo que está pasando. Víctor le da la mano desde el escenario a todos los de las primeras filas. Sonríe y es de verdad. Está contento. Le quedan dos noches.

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