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Reflexiones desde la aldea

Que lo nuestro valga

El clamor del campo ante una sociedad ajena a la problemática rural

La oleada de manifestaciones acontecidas estos días a lo largo de todo el país es un grito de desesperación de los que resisten en el campo contra viento y sequía. Que nadie lo interprete en clave política, y mucho menos lo intente solucionar a porrazos. El sector primario está en pie de guerra, y no lo es por el Salario Mínimo Interprofesional (SMI) ni por la Política Agraria Comunitaria (PAC) futura ni por su denostado papel en el cambio climático; es una llamada de atención a una sociedad que muerde la mano que le da de comer. Su mensaje es claro y rotundo: "que lo que producimos valga". No piden grandes beneficios, sólo cubrir costes de producción para poder vivir dignamente, sólo eso. Posiblemente lo más doloroso y traumático para un trabajador autónomo es enterrar sus productos porque el mercado los desprecie y ridiculice sus precios, a sabiendas de que tienen valor. Hemos visto a ganaderos tirar leche por las alcantarillas o sepultar cosechas en nuestros campos, mientras permanecíamos impasibles como con quien no va la cosa, sin darnos cuenta que nuestra agricultura y ganadería estaban entrando en el límite de su existencia.

La sociedad actual parte del principio que tiene el abastecimiento de alimentos garantizado de por vida, por lo que no ha prestado atención a la evolución del sector primario. Históricamente hemos identificado el campo con atraso, con una situación a superar si queríamos lograr el desarrollo socioeconómico del país. Al tiempo que otros países como Francia declaraban el campo como recurso estratégico para el desarrollo de la nación, aquí el éxodo rural arrasaba pueblos y aldeas al calor de los procesos de industrialización contemporánea; entendimos erróneamente que era el peaje que había que pagar para ser un país de primera división. De tal manera que los problemas de esa población residual que se ha quedado en el campo no los hemos identificado como propios. Su pérdida de poder adquisitivo no nos ha preocupado porque no era la nuestra, el acceso a la tierra no era problema desde nuestra visión ociosa del campo, la falta de servicios básicos rurales era invisible porque nosotros los teníamos a pie de calle, la injusta culpabilidad ante el cambio climático nos venía bien para esconder el foco urbano del problema, los conflictos con la fauna salvaje no los percibimos hasta que los jabalíes llegaron a las ciudades?.

Y así, un sinfín de males rurales tendentes a retroalimentarse que eran los suyos y no los nuestros. No obstante, y en un ejercicio claramente de hipocresía colectiva, la sociedad postindustrial ha ido incorporando al relato reciente de su nefasta relación con el medio rural palabros como: jardineros del paisaje, economía circular o más recientemente desertización rural. La mediática "España vacía" no se ha vaciado de la noche para la mañana, es fruto de un proceso de sometimiento del campo a la ciudad con más de 70 años de vigencia, y no se va a resolver con la digitalización del medio rural, sin discutir que ello pueda ayudar. No hemos sabido identificar que el problema de base de nuestros pueblos y aldeas es que lo que allí se produce no le hemos dado el valor que tiene y se merece, no lo hemos reconocido como bienes y servicios de primera necesidad. Discutir que la alimentación va a ser la medicina del siglo XXI, y que la estamos dejando en manos de terceros, o que el medio rural es el gran regulador del cambio global con un origen mayoritario en la forma de vida urbana, son cuestiones que ilustran el despiste colectivo que estamos padeciendo.

Una política de precios justos en los productos agrarios es una cuestión de Estado que no podemos aplazar más. No es nada nuevo, ya lo hemos hecho con otros productos básicos como los carburantes o los medicamentos. Tal y como hay un SMI debe haber un precio mínimo agrario (PMA). Es, sin duda, el mejor apoyo a nuestra agricultura familiar, al embrión del medio rural. Se trata de una regulación que exige la valentía necesaria para decirles a los grandes intermediarios de la distribución hasta aquí hemos llegado. Nuestros productos agrarios deben pasar de ser el producto reclamo en las grandes superficies, o la moneda de cambio de los tratados comerciales internacionales, a ser reconocidos como una fuente de alimentación sana y saludable, con un innegable papel ambiental.

Pero este reconocimiento económico ha de ir acompañado del social, y ello exige un proceso de generación de una "conciencia rural". Para ello hay que estimular un acercamiento y empatía hacia los problemas del campo por parte de la sociedad urbana, y más si cabe en un país donde en menos de dos generaciones atrás el que más o el que menos tiene raíces rurales, a pesar de lo cual nos estamos convirtiendo en analfabetos funcionales de nuestra propia cultura. Por tanto, hay que apostar por una pedagogía rural que empape todos los estamentos sociales, pero en especial a nuestros jóvenes, pues en ellos recae la responsabilidad futura de revertir el descrédito que asola el campo. No puede ser que nuestros pequeños crean que la leche sale del tetrabrick y no de la ubre de la vaca. Integrar en nuestros centros educativos conocimientos relativos al medio rural es una tarea clave en todos los niveles, una asignatura que no podemos dejar correr otra convocatoria.

Tener a nuestros "agricultores y ganaderos al límite", pidiendo desde la calle precios justos para vivir dignamente, es una situación a la que no deberíamos haber llegado. No sólo está en juego una alimentación sana, segura y de calidad; sino que de ellos depende en gran medida que logremos resolver con éxito desafíos que tenemos encima de la mesa como país, como son la despoblación o el cambio climático, profundamente interconectados con los alimentos que nos llevamos a la boca.

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