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Sol y sombra

Elogio de la discreción

Alguien escribió hace tiempo que en los grandes espacios de la opinión, las ciudades más habitadas o las altas esferas públicas, existe una tendencia vertiginosa de la renovación de las fortunas y de los infortunios que conlleva a la vez una enorme capacidad de olvido. Mientras que en los pequeños lugares, el vivo empieza a contar a partir de muerto. En las altas mudanzas de la vida, sin embargo, el cadáver más ilustre acapara la atención pública una o dos semanas, todo lo más, y después se incorpora a un letargo en el que apenas se repara en él hasta el aniversario o la efeméride que recobra su figura para que adeptos o seguidores le sigan rindiendo culto.

Solo mueren con los guantes puestos los boxeadores, algún lánguido dandi afilado por el suspiro de un eterno aburrimiento y los gentleman. Plácido Arango pertenecía a esa clase de caballeros que por su filantropía y distinción concitan el elogio unánime cuando se mueren, algo que no les resulta especialmente fácil a los ricos. Pero sí, en cambio, al empresario mexicano originario de Asturias que deja tras de sí una estela prolongada de alabanzas por su trayectoria desinteresada y sus relaciones personales. Extremadamente bien educado, de fina sensibilidad, coleccionista de arte, benefactor, entregado en buena medida a la tierra de sus padres inmigrantes, la figura de Arango ha sabido glosarla, entre otros, con acierto el presidente del Museo del Prado, Javier Solana: "A las gentes de bien se las conoce porque no hacen ruido, son gente discreta al servicio de las mejores causas". O Pedro de Silva, que tanto lo trató y gozó de su amistad, al definirlo como un ser tan inabarcable como sencillo gracias a su irrepetible estilo.

Aunque en los grandes sepelios prime la gratitud al muerto y los periódicos exhiban con grandeza las galas del difunto, conmueve en este caso la unanimidad.

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