El miedo es el desencadenante del horror en la historia. De él provienen las mayores calamidades y tragedias colectivas. El siglo XX es pródigo en ejemplos. Por regla general el miedo se transforma en odio y resentimiento, dos factores que empujan al populismo convirtiéndolo en la gran amenaza de las democracias liberales. Hoy, igual que ayer, el miedo es un carburante que actúa sobre los mismos sujetos y condiciones sociales. Y la prosperidad mundial, aunque parezca una paradoja, ha agitado el fantasma de la depauperación.
Se publica estos días la conferencia en la que el filósofo Theodor W. Adorno alertó en 1967 sobre el auge de la extrema derecha en Alemania. Apenas habían transcurrido veinte años desde el final de la Segunda Guerra Mundial y el huevo de la serpiente volvía a incubarse en la sociedad que con mayor virulencia lo había desarrollado y también sufrido. Nacido en 1903 de un comerciante de vinos judío, Adorno tenía buenas razones para reflexionar sobre ello. Su pensamiento se basaba en la experiencia significativa del conocimiento, vio cómo la Ilustración, que en cierta medida había alcanzado el más alto nivel de progreso tecnológico se convertía para algunos en una nueva forma de barbarie. En los dos siglos precedentes abunda el material con que describirlo. En este, ya se puede sopesar.
El autor de "Dialéctica de la Ilustración" vio en las deficiencias de las democracias occidentales la causa de que los nazis volviesen a resurgir dos décadas después de su caída. En la actualidad, de existir, volvería repetir la advertencia agravada por el fenómeno de la inmigración masiva que agita el discurso supremacista. Adorno sabía que la extrema derecha estaba sacando su mayor rédito de la decepción de las clases medias que aspiran a mantener su estatus burgués social. Desde el siglo XIX, les habían dicho que cada persona era el arquitecto de su propia fortuna, pero la posibilidad de mejorar siempre estaba bloqueada por límites invisibles. En este sentido nada ha cambiado.
