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El Coronavirus de la monarquía

Una inviolabilidad regia mal entendida

Hace unos días leía cómo el otrora magnífico jugador del Barça Ronaldiño entraba en la cárcel; uno más de la ya larga lista de ilustres deportistas que lo fueron todo y acabaron en la nada, sentados ante la justicia. Juan Carlos, el Rey emérito, no seguirá ese mismo camino, pues su fortuna de irregular procedencia y delictiva condición tributaria se oculta en un paraíso fiscal, mientras que su responsabilidad personal aparece blindada tras una inviolabilidad regia mal entendida. Sin embargo, su crédito y respeto ganados durante la Transición se han ido diluyendo con gran celeridad, de tropezón en tropezón, hasta acabar por los suelos tras la deshonra pública firmada por su propio hijo. La corona puede ser de oro, pero los pies siempre son de barro.

El Rey Felipe VI, muy a su pesar, se está especializando en deshacerse de la Familia Real, primero su hermana y ahora su padre, para mantener en su cabeza la corona. Está bien que declare el estado de alarma en su propia Casa y tome drásticas medidas, pero, como el Gobierno con el coronavirus, las adopta tarde. Si hace al menos un año que tuvo conocimiento de los turbios manejos financieros de Juan Carlos y acudió ante un notario para renunciar a una herencia de origen ilícito (renuncia anticipada que, por otra parte, es nula), debió hacerlo público en ese momento, sin esperar a que un diario inglés desvelase el asunto. Lo mismo sucede con la abrupta retirada ahora y no antes de la suculenta asignación de la Casa Real al Rey emérito. Estas medidas no se perciben como actos ejemplares, sino como lastre que se arroja para mantener a flote una monarquía que antaño navegaba feliz, a bordo de yates de premonitorios nombres, "Bribón" y "Fortuna". La transparencia pierde eficacia y credibilidad si es falsamente de oficio y a destiempo.

Cuando pase la crisis del COVID-19, sin duda, se investigará el Coronavirus, y más vale para la democracia que lo hagan las Cortes y el Poder Judicial y no solo los medios de comunicación. Por su parte, más vale para la monarquía ser plenamente transparente y ejemplar, porque, de lo contrario, la famosa pregunta de Ortega y Gasset delenda est monarchia? (¿hay que destruir la monarquía?) tendrá fácil respuesta: no, la monarquía se destruye sola.

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