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El dichoso coronavirus

Las consecuencias de la pandemia

El problema solo está empezando, alcanzará su pico en un par de semanas y ya nos hace echar de menos 2019, lo que parecía imposible. Distraídos con las guerras comerciales entre EE UU y China, el cambio climático, las primarias del Partido Demócrata, o la "mesa de diálogo" en España, nos hemos visto sorprendidos por una pandemia que nos tiene legítimamente preocupados por muchas razones:

El COVID-19 es un enemigo invisible que ataca y luego permanece oculto hasta que se manifiesta días más tarde, de forma que uno no sabe si está infectado, sigue haciendo vida normal y extiende involuntariamente la plaga. Se contagia tres veces más deprisa que la gripe y colapsa los hospitales, sin camas en las UVI para atender simultáneamente a tantos enfermos. Hay que asumir que un porcentaje muy alto de la población se va a contagiar. Merkel ha tenido el valor de decirlo, estimándolo en el 70%, y uno agradece la claridad. De ellos, el 90% lo hará asintomáticamente, el otro 10% tendrá fiebre y tos seca, y en torno a un 3% morirá.

Porque el coronavirus mata. Las cifras bailan y parece que la tasa de mortalidad es muy diferente de un país a otro. Del 0,76% en Singapur al 3,98% en Italia, cuya población es mucho más vieja.

En todo caso, el porcentaje de víctimas es algo más alto que el que produce la gripe normal, que está en torno al 1% (6.000 muertos en España en 2019), y, afortunadamente, muy inferior al 50% de víctimas del ébola que todavía colea en África.

Hay confusión ante la proliferación de recetas que ofrecen las redes sociales, la mayoría de las cuales no tienen el menor respaldo científico, y, sobre todo, por la falta de liderazgo político a nivel nacional. Al menos durante un tiempo. Un día se celebra una multitudinaria manifestación de mujeres en Madrid, el siguiente se aplazan las Fallas, y al otro se recomienda no besuquear imágenes y retirar el agua bendita en la Semana Santa de Sevilla. ¿En qué quedamos? Las medidas económicas del pasado jueves son positivas, como lo es la declaración del estado de alarma por el Gobierno. Tenemos el ejemplo de Italia para saber lo que nos va a ocurrir y actuar en consecuencia.

Las consecuencias no sanitarias de la pandemia son múltiples, a comenzar por la economía con una drástica reducción de la actividad y del consumo. Ciudades o países aislados, cadenas de suministros interrumpidas o alteradas, actividades empresariales y comerciales paralizadas, inversiones aplazadas, colegios cerrados, niños en casa, competiciones deportivas suspendidas, aviones que no vuelan y turistas que no llegan, hoteles y restaurantes vacíos, trabajadores despedidos... A eso se suma una inoportuna pelotera entre Moscú y Riad por desacuerdos sobre cómo enfrentar la bajada de precios del petróleo causada por el descenso de las importaciones chinas, que ha llevado al impulsivo Mohamed Bin Salman a lanzar un órdago aumentando su producción y derrumbando de paso los precios. Discuten quién daña más a quién y cómo se van a repartir mañana los mercados. El resultado puede ser una buena noticia para España, pero es muy mala para otros que viven del petróleo como Argelia, Venezuela, Irán, Nigeria, Angola, Libia o Irak.

El FMI ha reducido hasta el 2,7% (desde el 3,4%) el crecimiento estimado de la economía mundial en 2020... si la pandemia se controla en el primer semestre y no rebrota en otoño. Las bolsas del mundo entero se han pegado el batacazo del siglo, con descensos acumulados en torno al 30%, y en un rebote inesperado eso, junto al reagrupamiento de los Demócratas en torno a Joe Biden, puede ser el cisne negro que afecte a las expectativas de reelección de Donald Trump en noviembre. El mundo está lleno de sorpresas. Tras la economía, la globalización es otra víctima. El nacionalismo gana terreno con proteccionismos, barreras fronterizas, rechazo de extranjeros y reducción de viajes. Ante el peligro, la gente no recurre a la ONU o al FMI, sino que mira al Estado y al sistema nacional de salud, cuando lo que también necesitamos es una mayor cooperación intraeuropea que ponga en común los medios sanitarios y financieros disponibles contra un enemigo que no necesita visado ni se detiene ante las fronteras nacionales. El portazo que ha dado Estados Unidos a nuestros aviones nos muestra una vez más la necesidad de más Europa, y la vigencia de nuestros valores de apertura y solidaridad que a lo largo de los siglos nos han hecho lo que somos. Algunos dudan de la eficacia de los sistemas democráticos para responder con eficacia a crisis como la actual. Es cierto que los regímenes autoritarios de moda, opacos, corruptos, sin libertad de expresión y donde el miedo impera, tardan más en detectar problemas como la epidemia del coronavirus, pero luego reaccionan con mayor rapidez por su gran capacidad de movilizar recursos y de tomar decisiones que nadie discute. Como hacer un hospital de mil camas en diez días, mientras que nosotros aún estaríamos con licitaciones transparentes, estudios de impacto ambiental y permisos de los ecologistas... Pero no hay que engañarse, porque los ciudadanos libres y convencidos responden mejor a los retos existenciales que los que lo hacen por miedo u obligación.

El COVID-19 puede tener incluso un aspecto positivo si somos capaces de aprender de lo que está ocurriendo para cuando enfrentemos una pandemia peor que esta, que algún día llegará. No actuemos como con la crisis migratoria de 2015, que parece no habernos enseñado nada cinco años más tarde, y aprovechemos el momento para reforzar la vida de familia y reflexionar sin apresuramiento sobre lo que verdaderamente importa en el tiempo que a cada uno nos quede.

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