España, que siempre "is different" aun cuando pretende parecerse al resto del planeta, acaba de acuñar una segunda acepción del patógeno maligno: coronavirus de sangre azul, una suerte descafeinada de peste bubónico-borbónica que puede llevarse por delante, de un estornudo, a la monarquía.
Felipe VI acaba de implantar un severo cordón sanitario alrededor de la Casa Real para evitar que se propague el inmutable virus Sayn-Wittgenstein, procedente de Alemania con origen danés y presencia frecuente en los mejores salones de Londres. O sea, el Corinavirus, que puede extenderse también desde La Meca en AVE, o buscar resguardo en la caja de seguridad de un banco de Suiza, a la espera de que, tras la fumigación del palacio de la Zarzuela, la epidemia escampe.
El titular de la Corona, que seguramente detesta a Corina, acaba de tomar una decisión sin precedentes: retirar a su padre la asignación que le corresponde al emérito con cargo a los Presupuestos Generales del Estado y renunciar a su parte de una herencia contaminada. Es la primera vez en la historia que un hijo le quita la paga a su progenitor. Medidas profilácticas de urgencia para proteger a la Familia Real, en cuarentena y lavado de manos al modo de Pilatos, para que la vacuna de la transparencia aparte del Rey, y de su descendencia, este cáliz.
Si Pedro Sánchez se mostró perezoso en ordenar la cancela a muchos negociantes, Felipe VI ha estado rápido en cancelar los negocios de su antecesor. Muerto el perro, se acabó la rabia.