Las sociedades antiguas imaginaban la versión ideal de su propio paraíso. Por ejemplo, el jardín de Atenas era un lugar para el debate científico, que correspondía a los ideales de democracia y paideia típicos de la cultura griega. El jardín cristiano, un hortus donde las paredes protegían y al mismo tiempo separaban al hombre del exterior, dándole su posición precisa en un mundo de barreras físicas, sociales y culturales. El barroco era una especie de panóptico externo, en el que las calles rígidamente diseñadas, las plantas dobladas en formas extrañas por la mano humana se correspondían con una sociedad absolutista. El inglés, un bosque enfocado a la naturaleza, reflejo de los ideales que abolieron la monarquía absoluta. El francés, un perfecto y geométrico dibujo de rigidez elitista, etcétera.
Agamben comparte en "El Reino y el Jardín" (Sexto Piso), partiendo de una reflexión agustiniana del pecado original y del infierno de Dante, la doble teoría del paraíso como el paradigma de la felicidad y, a la vez, de su propio fracaso. Se accede a la naturaleza humana solo históricamente a través de una política divina, la del Reino, cuenta el autor, pero esta a su vez no tiene otro contenido más que el paraíso. En un mismo acontecer se producen los dos extremos. En un tiempo tan difícil como este no viene mal pensar en los jardines perdidos.