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Las campanas

Un mensaje de esperanza por un mañana de plenitud

El alcalde las hizo enmudecer. Habían estado dándole la vara los propietarios de un establecimiento hostelero y unos recién llegados al pueblo, provenientes de otra provincia de España, que habían comprado una casa en él para pasar allí temporadas. Los molestaba el que las dos campanas de la espadaña de la iglesia tañesen. Y arremetieron contra ellas.

Como los requerimientos por parte del ayuntamiento no cesaban, fueron silenciadas, primero, en su mester de dar las horas durante la noche; luego, en el de despertar al vecindario en las matutinas. Se transigió, aunque con desgana, en que llamasen, jubilosas, solo a misa y doblasen, quejumbrosas, cuando falleciera un parroquiano ("¡Qué lúgubre!", se le escapó decir, en cierta ocasión, a un repipi foráneo).

Pero, para colmo de males, el cura dejó al poco tiempo de ir a celebrar misa los domingos. Tenía mucho territorio que atender, decía. Además, en el pueblo quedaba ya muy poca gente, y a la iglesia solo asistían tres o cuatro feligreses. Así que decidió acudir nada más que para hacer los entierros, con el funeral.

En tales ocasiones, el campanero, encaramado en el hastial, movía los dos badajos con la ancestral técnica que su padre le había enseñado y hería con fuerza el bronce de las campanas, que mostraban su aflicción con la emisión de unos sonidos lancinantes, espaciados, anunciadores en todo el valle de que la vida terrenal de un vecino había llegado a su término.

Eran los de una, graves; los de la otra, agudos. El repiqueteo final, frenético. Como para trasladar la idea de que la resurrección, después de las tristezas de este mundo, va a ser una irrupción de exuberancia inimaginable. Y a esto fue a lo que quedó reducido el toque de campanas en el pueblo, lo cual no es poco, aunque nada que ver con lo de antes, cuando existían otros códigos, aplicables a una multitud de situaciones distintas: ángelus, rosario, ánimas, procesión, concejo, fuego o tormenta, por citar solo algunas.

El cura ha mandado ahora que se toquen todos los días a las doce. Por lo del coronavirus. El campanero recuperó el de "ad repellendas tempestates", que ejecuta después del que invita a recitar el ángelus. Los del hotel y los "foriatos" no dicen ni mu. Es más, el repipi, que está pasando, refugiado, la pandemia en el pueblo, ha sabido explicar mejor que el cura el significado de ese mandato.

Hubo, según él, un filósofo que, cuando, los domingos por la mañana, escuchaba el tañido de las campanas, estas le traían, con sus sones, pensamientos de futuro, pues, al igual que después del Viernes Santo hubo un Domingo de Resurrección, en el hacer humano habrá siempre un mañana de plenitud que confiera sentido a las aflicciones del presente.

Y es por ello por lo que, en estos días de extrema preocupación, tañen las campanas de las iglesias. Cumplen así su histórico cometido de alertar a la ciudadanía acerca de los peligros que la rondan y la instan a que les haga frente con la presencia de ánimo que la hizo vencer mayores y más resistentes adversidades en ocasiones pretéritas, y a que se mantenga unida y a que no pierda la esperanza. Ah, y el filósofo que se alegraba al oír el repique de las campanas en la mañana del domingo era Hegel.

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