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Joan Tapia

Nuestro mundo es el mundo

Juan Tapia

Frágiles y sacudidos ante la pandemia

Las fuertes medidas de los estados y los bancos centrales no logran poner fin a las caídas de los mercados

Los españoles y muchos europeos llevan ya una semana de confinamiento, por ahora no dramático, pero sí enojoso y disruptivo. Observan cómo sus gobiernos afirman que la medida servirá para vencer a la pandemia, pero nadie sabe cuánto durará. Muchos saltarían de alegría si solo fueran las dos semanas iniciales, pero Macron ya ha dicho que seguramente se prolongarán. Y los ciudadanos, temerosos, y por eso disciplinados, están cada día más angustiados. ¿Provocará el coronavirus una recesión económica tan fuerte o más que la crisis de 2008?

Las decisiones de los gobiernos y los bancos centrales no acaban de tranquilizarles. Sí, se recurre a más gasto social y se intenta evitar el disparo del paro y que el desempleo perjudique lo menos posible a los ingresos de los afectados. Y que las empresas no tengan que cerrar por la paralización de las ventas. Alemania, Francia, Italia y España recurren al gasto público. Cuando la economía se para por orden de los gobiernos que -muy atinadamente- priorizan la salud pública, no hay otro remedio que revisitar a Keynes, el economista británico fallecido en 1946 que prescribió las medicinas para superar la Gran Depresión de 1929.

Pero ¿será suficiente? Algunos, y diversos, como Felipe González; el primer ministro italiano, Giuseppe Conte -surgido de la nada que sorprende por su decisión-, o el gobernador del Banco de España, Hernández de Cos, sostienen abiertamente y con razón que el keynesianismo de los estados no basta. Que hace falta un keynesianismo europeo -más allá de la flexibilización de las normas fiscales- que haga actuar al MEDE, el Fondo Europeo de Estabilidad, sobre el que deciden los estados (no Bruselas), e inyecte directamente hasta 500.000 millones. Pero Europa no es un Estado, sino un club de estados que requiere una gran mayoría o la unanimidad.

Otros, vinculados al mundo empresarial, creen que medidas como las de Pedro Sánchez están bien, pero que muchas empresas -especialmente, pymes- optarán por una moratoria de pagos unilateral. Primero, respirar, luego... lo que sea. Reclaman -la patronal catalana lo ha hecho con verbo tecnocrático- la moratoria de impuestos y cotizaciones sociales.

Y los mercados, la suma de los ahorradores de todo el mundo, siguen a la baja. No tienen confianza y corren a por la liquidez. La vieja Europa -tan orgullosa de la cultura de la Ilustración, los derechos humanos y el Estado del bienestar- se siente frágil. Merkel, en su primera alocución televisada (excluidas las navideñas) en sus catorce años de gobierno, ha dicho con laconismo: "El coronavirus está cambiando la vida de forma dramática, nuestras ideas de normalidad e interacción social están siendo puestas a prueba como nunca desde el fin de la Guerra Mundial en 1945... Esto es serio, tómenselo en serio".

Sí, fragilidad de los ciudadanos confinados, fragilidad también de los estados que quieren atajar la pandemia y el desastre económico subsecuente. Pero no acaban de saber cómo hacerlo. Al final el coronavirus será vencido. Pero flota el miedo a que a corto plazo (a largo, todos muertos, decía Keynes) sea una jaculatoria como la que muchos judíos del mundo repitieron durante años: ¡el año que viene en Jerusalén!

La incertidumbre también se debe a que los bancos centrales -los sumos sacerdotes de las economías posindustriales- toman decisiones de gran calado y poco después las tienen que rectificar. El jueves 12 de marzo, el BCE -el único poder supranacional europeo- dijo que pondría 120.000 millones suplementarios de créditos para zanjar la crisis y que la misión del BCE no era vigilar los "spreads" (diferencia de tipos de interés entre los distintos bonos estatales). Ocho días después -el miércoles 18 y con nocturnidad-, el BCE ha tenido que añadir 750.000 millones más y ha dicho que sí le importan las diferencias de tipos de interés entre Alemania e Italia (o España).

El BCE rectifica. Quiere actuar con la misma contundencia que Mario Draghi en 2012, cuando enmendó a Jean-Claude Trichet (su antecesor en el BCE) y salvó el euro. Y ha convencido con rapidez a los mercados de bonos, pero no tanto a los de acciones, que, tras reaccionar al alza, el viernes volvieron a caer en Wall Street. El llamado índice del miedo, que estaba en 11 a primeros de año, está ahora en 65.

La seguridad de un mundo que se creía dueño y señor está sacudida por una pandemia. Como en 1348 -cuando renacían la ciudades- con la peste negra. La diferencia es que hoy los países están más trabados y los gobiernos más legitimados y capacitados. Tenemos fundadas razones para creerlo.

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