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Papá, qué bonito nombre

En homenaje a nuestros mayores

Cada domingo saca de su temblorosa cartera unas monedillas (a las que llama propina) y me las entrega esbozando una leve sonrisa. Tiene el cuerpo cansado, la mirada perdida y el alma algo inquieta. Con voz entrecortada dice a sus noventa y un años, que aún le quedan muchas cosas por hacer antes de ver la luz al final del túnel. Le encantan las tardes del sábado porque sus nietos le llevan churros y desde la cocina se respira el inconfundible aroma de un buen chocolate. Ya sus frágiles huesos le han prohibido largos paseos, aún así es feliz dando la vuelta a la manzana. Cada vez que mamá prepara sopa de pescado dice: "Esta te ha salido mejor que la anterior". No protesta cuando los niños juegan y se enredan en sus pantalones de pana marrón. Tampoco se enfada si pierde el Madrid o le quitan las cuarenta en el tute. Su salud de hierro encierra dos secretos: el trabajo bien hecho y una copa de vino en las comidas. No tiene miedo al coronavirus porque sabe lo que es la guerra. Es imposible que recuerde los días en los que se celebra algo importante, tal vez sea porque él nunca ha dejado de celebrar que está vivo. Sus pasos se han vuelto lentos, su pelo del color de la nieve y, aunque su piel no tiene demasiadas arrugas, deja entrever que ha pasado mucho tiempo en contacto con la madre Tierra. Me ha enseñado que para dormir sin temor solo se necesita un poema de Gloria Fuertes y que para luchar contra lo que no me gusta tengo el arma más poderosa, la palabra. Papá, gracias por hacer conmigo los mejores castillos de arena, subirme en tus hombros cuando estaba cansada, enseñarme las estrellas, poner voces a mis personajes de cuento favoritos... Gracias porque en ti siempre encuentro el mejor modelo de fortaleza, alegría y generosidad. Hoy tus manos están agotadas, déjalas ya que reposen al calor de la manta y sigue envolviéndome a mí en ese espacio que aún conservas para que me recueste a tu lado... Papá, qué bonito nombre tienes...

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