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El Club de los Viernes

Tragedia e infamia

La gestión de la crisis por parte del Gobierno central

En esta primavera postergada, mucho más fría y más oscura a estas alturas de un usurpado mes de abril, empezamos a comprender que la vida iba en serio. Una existencia vivida hacia el interior, recogida, donde la muerte es silenciosa y anónima y las bajas son ataúdes sin nombre ni foto, hacinados en improvisadas morgues; el horror que se oculta a un país que no desea ni necesita ser espectador directo del corazón de las tinieblas.

Se nos muere en soledad y desamparo la generación que vio el final de una guerra y llegan al invierno de sus vidas en el brote de una peste. Injusto desenlace para una promoción de hombres y mujeres a los que dijeron que la democracia era posible y esperaban que la libertad fuera otra cosa.

Mientras, buscamos insistentemente consuelo en el refugio de la memoria, en un brote de lucidez y placebo en forma de lecturas, cultura, recuerdos, estoica resistencia convertida en canción, parapetos contra la adversidad.

Tenemos el orgullo alentador de contar con una sociedad civil capaz de responder con lo mejor de sí misma, y entre la crueldad de la enfermedad y la paralización del miedo, hay muestras elogiables de solidaridad, constancia, disciplina y la firme determinación de no claudicar. Profesionales exhaustos de luchar que son el faro en nuestros días más sombríos, iluminando la certeza de que están muy por encima de la casta gobernante.

Sobrecogedora fue la imagen de una ministra de Igualdad, que asombra desde hace tiempo por sus tremendas carencias culturales, defendiendo una gestión errónea con el desparpajo del cinismo. Atacaba sin pudor las evidencias más incontestables, queriendo alargar un relato que hace aguas, pero que resiste enconado gracias a una nociva y férrea ideología y un desesperante sectarismo.

También desmoraliza ver que una parte de los seguidores de esa grotesca coalición aún se revuelven y atacan con saña cualquier atisbo de crítica, prietas las filas en torno a unas siglas, como si existiera algo más indigno que enconarse en la defensa, indesmayables en su cerrazón, de unos políticos sobrepasados y mentirosos, que mantienen en pie un proverbial aparato mediático de propaganda, con órdenes de repetir las consignas gubernamentales que disfracen una gestión caótica.

No sabemos si será el final de la ficción progresista. Ese estúpido mantra que ahora nos parece casi insultante. Un progresismo sustentado en acuerdos con Iglesias y Rufián (escoltados por el PNV y Bildu) no es solo una falacia, es una manzana envenenada.

A raíz de la crisis vírica podemos llegar a entender que votar a incompetentes amorales trae la consecuencia lógica de acabar gobernados por amorales incompetentes. Por trileros del todo a cien que compran barata en el mercado extranjero la honra y la salud de un país. Engañados como chinos pero ineptos como el más abyecto de los españoles, enfangados por clamorosas negligencias cuando importaba más la agenda política que la vida. Cuando era menester tomar las calles para luchar contra un enemigo imaginario, estando ya dentro un antagonista real, invisible pero mucho más letal.

Esta hecatombe ha expuesto, de forma descarnada, el egoísmo irracional de los nacionalismos, con esa mezquina cortedad de miras y ese empeño (una constante histórica) de romper la unidad y hacer flaquear las estructuras que sostienen un país. Pueden servir estas anómalas circunstancias para que algún supuesto progresista despistado descubra la verdadera cara de la xenofobia separatista. Caídas del caballo más duras han contemplado los siglos.

Si esto es una guerra, fácil intuir que el enemigo buscaría los flancos más débiles para hacer daño. Será complicado olvidar que cuando el país estaba conmocionado, un vicepresidente surgido de las cloacas del populismo chavista trató de dar un golpe de mano para reforzar su poder dentro de un Gobierno en cuadro, durante la celebración de un consejo de ministros que ya es historia de la infamia. Aprovechar una crisis nacional para asaltar los tan ansiados cielos de toxicidad ideológica no puede quedar indemne. No se puede construir nada, o nada que merezca la pena, con quien solo aspira a un desguace. España se repondrá, saldrá adelante sacudiendo los escombros del encierro, todos de repente un poco más viejos y más cansados, desengañados tal vez, escépticos, cautos. Resultará difícil borrar toda una memoria colectiva y pervertir el relato de lo ocurrido en estos días aciagos, cuando los mejores de entre nosotros estuvieron gobernados por los peores.

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