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Mezclilla

Carmen Gómez Ojea

Mi ciudad desde el balcón

Encuentro en el ascensor

Era una noche calurosa, espesa, húmeda. La Luna no tenía la cara gorda, rozagante, sino hinchada, como si estuviera muy cansada después de haber bebido de más en una juerga. Acaso Betina la esté mirando asomada también a su ventana.

Quizá piense en mí.

No, no lo hará.

Y aunque si fuera ese su pensamiento, no sería de desesperación como el mío en esta hora tan amarga, en la que deseo permanecer en vela como una centinela del sueño de la ciudad, como una vigilante de sus ruidos, de sus colores cambiantes, a medida que vaya llegando la claridad del alba, más allá de la luz que alumbra mi cuaderno de tapas negras como mis noches.

Ahora, antes de meterme en la cama, de la que quizá no vuelva a levantarme, pondré el cuaderno bajo el colchón.

Cazaré el mejor de los sueños, que puede ser el último de todos los de mi vida, aunque suene fúnebre. Mañana va a ser especial. Vendrá a despedirse Belisa. Hace mucho que no nos vemos.

Hoy, al despertarme recordé que estaba sola y mi corazón se entristeció y murmuré algo así como que debía cambiar mi nombre de Sol por el de Soledad y rompí a llorar desesperada hasta que me di cuenta de que, desde su ventana, atentamente, sin pestañear, me observaba el vecino de enfrente. Le saqué la lengua, le di a espalda y escuché su risotada.

Más tarde nos encontramos en el ascensor y, ya en la acera, me tomó de una mano y me llevó a la carrera a un cafetón, donde me confesó que estaba enamorado de mí y que lo que más deseaba era compartir su vida con la mía. Desde entonces han trascurrido varios meses y no somos felices, sino muy dichosa yo y muy dichoso él.

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