Sufren los enfermos, está claro: la sensación de asfixia es uno de los peores padecimientos, lo saben bien quienes todavía ordenan torturas y torturan por el mundo. Sufre el personal sanitario que los atiende, con miedo a contagiarse y llevar el virus a sus familiares: porque trabajan a destajo, porque pierden demasiados pacientes, porque temen quedarse sin medios y verse desbordados o ya lo están. Y el personal de limpieza, que desinfecta a riesgo también de contagiarse, a veces sin suficiente protección. Todos los que tienen que seguir trabajando con miedo.

Los niños y las niñas metidos en sus casas, a veces casas diminutas, oscuras y húmedas, sin ventanas al exterior, con poco espacio para jugar, sin sitio para correr mientras fuera estalla la primavera y ellos son los primeros que tendrían que poder salir a recibirla. Ellos y los ancianos, confinados también, sometidos al aburrimiento máximo sin sus caminatas, sus partidas, sus cafés con los amigos, y con miedo a que esta primavera sea la última. Las personas de todas las edades con problemas de salud física y mental, que tienen dificultades para hacer sus ejercicios de rehabilitación, para dar los paseos prescritos o para organizar sus rutinas sin desesperarse. Los que se ven obligados a sostener situaciones de convivencia insostenibles, los que no pueden ver a sus hijos e hijas.

Las personas cuyos ingresos precarios se movían en la economía que circula entre bastidores, y que ahora han desaparecido, que no figuran en las listas del paro ni en ninguna lista; los indocumentados que ya no lo tenían fácil y que ahora se han quedado en el limbo porque ni tienen ayudas sociales ni pueden trabajar, pero que tienen gente a su cargo y necesitan alimentarlos y alimentarse. Los niños que hacían sus principales comidas en el comedor escolar y que ahora se han quedado sin escuela y sin comedor, para los que las ayudas no acaban de llegar. Los que no tienen casa en la que recluirse.

Sobre todo, sufren estos días los ancianos de las residencias y aquellos hospitalizados a quienes nadie puede ir a ver, e inimaginable parece el sufrimiento de quienes mueren solos, de quienes bien se pueden sentir abandonados en el último tramo de la vida, en el que el abandono es ya definitivo porque la muerte es definitiva. Cuando Norbert Elías describió la soledad de los moribundos (él habló de "Einsamkeit", que es más que soledad, soledad de la mala, de la que va unida al abandono y la desolación) hablaba de una condición estructural de la sociedad de masas, industrial y capitalista, en la que las vidas al final ya no eran atendidas usualmente en el seno de las familias y los grupos de convivencia pequeños, como las aldeas, sino por profesionales, de manera mucho más eficaz en términos de higiene y control del dolor pero mucho menos humana e incluso indigna. Sabíamos que existía esta soledad estructural de los ancianos y los moribundos y que ésta era una forma de sufrimiento social, porque es un tipo de sufrimiento causado por el modo en que están organizadas nuestras sociedades y siempre, en estos casos, se puede pensar en otro modo de organizarlas. De hecho, el movimiento de los cuidados paliativos se extendió con el fin de mejorar esta situación, y así lo hizo. Lo que no sabíamos era que podíamos llegar a un extremo, a un momento de pandemia, en el que la gestión de la salud pública elevaría exponencialmente este tipo concreto de sufrimiento social. Es ciertamente muy difícil gestionar el sufrimiento de manera que no se genere nuevo sufrimiento, sobre todo cuando hablamos de salud pública, pero el modelo que hemos elegido debe ser repensado, en la ecuación hay que incluir todos los sufrimientos, y especialmente el de la Einsamkeit, el de la desoladora soledad de los moribundos. Pienso que, además, las recomendaciones y normas generales tienen que poder adaptarse en cada contexto particular según las demandas, los sufrimientos y los recursos concretos, y las labores de coordinación tienen que ejercerse atendiendo a la experiencia y disponibilidad de cada grupo de gestión en la base, y no imponiendo un criterio universal que en unos lugares puede servir y en otros no.

Como sociedad, tenemos que hacer un esfuerzo por valorar qué sufrimientos son inevitables y cuáles están causados por el modo de gestionar los primeros. De la misma manera, tenemos que pensar que la vulnerabilidad no es una condición (excepto quizás lo que se denomina "vulnerabilidad ontológica", el hecho de que cualquiera puede ser dañado y todos necesitamos cuidados y protección), sino que viene dada por las condiciones que hacen que una persona o un grupo corra un mayor riesgo de padecer un daño o una circunstancia social desfavorable. Las personas sin papeles no son vulnerables porque haya en ellos algo que los vuelva más débiles o frágiles, sino porque no tienen papeles y no los tienen porque no se los damos: eso es lo que los vuelve vulnerables.

En estos tiempos difíciles, no olvidemos el mapa de los sufrimientos, pensemos desde ahí. Teniendo esto en cuenta, dejémonos también de pretensiones de autoridad moral. Nadie está en una posición moral que le legitime para increpar a su vecina por la ventana porque sale a la calle. Apelar a la responsabilidad individual consiste en apelar a la conciencia de cada uno, mirar solo la viga en nuestro ojo y mirar a los demás a los ojos con gracia. Cada una y uno conocen sus sufrimientos y sus razones, y ya sabemos todos que debemos quedarnos en casa por el bien común. Conviene ahora que desplacemos nuestros esfuerzos morales a la atención y el cuidado que no estamos prestando, o que prestamos de manera insuficiente, a todos aquellos que sufren entre nosotros. El vecino sabrá por qué sale a la calle.