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Hay que controlar el virus, no la libertad

Preservar la salud sin dañar los derechos de los ciudadanos

El coronavirus nos ha metido el miedo en el cuerpo, pero no debemos olvidar que quien nos ha confinado en nuestras casas es el decreto del estado de alarma. El miedo es una reacción saludable si nos previene de una enfermedad y la información sanitaria es imprescindible para entender que ese miedo es fundado y que la cuarentena es necesaria. También lo son las medidas coercitivas, siempre que vayan dirigidas a controlar que nadie propague el virus.

La magnitud de la amenaza a la colectividad justifica la declaración del estado de alarma y la orden de confinamiento. Es comprensible que en la fase de progresión de la pandemia el miedo a la sanción ocupe un segundo plano cuando lo que está en juego no es la libertad o el patrimonio, sino la propia vida. Sólo una minoría irresponsable elige saltarse la cuarentena, desafiando a la autoridad y, sobre todo, a la inmensa mayoría. Uno es libre de correr riesgos, pero no de ser un peligro para los demás y en estos momentos cualquier persona sana puede ser portadora de ese peligro sin saberlo. Si estamos confinados no es por el riesgo de ser contagiados, sino básicamente por el peligro que supone no saber quiénes pueden contagiar.

El problema comienza cuando esta mayoría responsable, que ha aprendido a protegerse y a guardar las distancias, no entiende algunas medidas concretas de aislamiento, las percibe como innecesarias, y el miedo al virus es superado por el miedo a la sanción.

Algunas autoridades parecen no asimilar que en el estado de alarma no están suspendidos los derechos y que el confinamiento está justificado sólo en la medida en que es necesario y proporcional. El punto de partida no puede ser la privación de libertad y luego estudiar las excepciones, sino la libertad y a continuación fundamentar las limitaciones que se le imponen y su intensidad. Parece lógico que en esta fase de expansión del virus sea necesaria una máxima restricción de la libertad de circulación, porque es imposible saber quiénes portan la enfermedad, pero aun así esa intensidad debe modularse no como una concesión de la autoridad, sino como exigencia para que la restricción sea constitucional. No hay que agradecer que se deje pasear a las personas autistas; hay que justificar por qué no se ha hecho antes. La ignorancia del principio de libertad ha llevado a la policía a elaborar por su cuenta una lista de los productos cuya compra permitiría salir a la calle o a algunas autoridades locales a fijar el número máximo de metros de alejamiento del domicilio o el tiempo para aplaudir.

La solución no es pedir el estado de excepción para avalar la suspensión de derechos, sino reclamar la legalidad de las restricciones. Esto será muy importante una vez que comience la fase de contracción o retroceso (desescalar no existe en castellano) del contagio. Las llamadas arcas de Noé para confinar a los positivos asintomáticos por el COVID-19 deberán funcionar con internamientos voluntarios; éstos sólo podrán ser forzosos cuando no haya otro remedio y necesariamente con conocimiento de la autoridad judicial. Por otra parte, sería inconstitucional graduar el fin del aislamiento en función de la edad, reteniendo en sus casas a los mayores de 70 años, algo que ya han propuesto algunos virólogos. Lo relevante ha de ser si las personas, cualquiera que sea su edad, han dado positivo por COVID-19, asintomáticas o no, o sea, si son fuente de contagio, no si corren el riesgo de ser contagiadas.

Es crucial preservar la salud sin sacrificar la libertad. Por eso es de especial importancia la realización masiva de test para saber quiénes son portadores del virus y actuar sobre ellos. La inversión en test no es sólo una necesaria política sanitaria; también es una obligada inversión para garantizar cuanto antes la plena libertad de los ciudadanos.

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