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El día después

Anticipar el futuro cuando aún se desconoce la magnitud de la crisis

¿Cómo será el mundo que surja tras la crisis que estamos viviendo? Se habla de tres posibles escenarios: un totalitarismo de estilo chino, un auge de los populismos o el debilitamiento del Estado hasta lo que algunos han llamado Estado mínimo. Existe un enfervorecido debate sobre cuál será el paradigma que se terminará imponiendo. Cada día se publican artículos que lanzan sus apuestas. Los antiguos griegos y romanos consultaban, especialmente en tiempos de crisis, a oráculos y augures, e intentaban predecir los acontecimientos observando el vuelo de las aves o las vísceras de los animales sacrificados. En "Sobre la adivinación", Cicerón nos habla del "tripudium", un tipo de auspicio (del latín: "Avis", ave, y "spicio", ver, mirar) que se obtenía estudiando la manera de picotear de ciertos pollos sagrados. Los augures eran los encargados oficiales de realizar estos auspicios y de leer en las aves la voluntad de los dioses, y un soborno adecuado los encauzaba según conviniera a los intereses políticos o económicos del mejor postor. En más de una ocasión se retrasaron las elecciones por unos malos auspicios un tanto sospechosos.

No parece que nosotros actuemos de una manera muy diferente cuando consultamos a economistas y politólogos sobre lo que nos deparan los dioses. Como advierte Michel de Montaigne, compartimos una desquiciada curiosidad por anticipar las cosas futuras como si no tuviéramos bastante con digerir el presente. Aún desconocemos la magnitud de esta crisis y ya jugamos a adivinar qué ocurrirá. Buscamos cualquier tipo de respuesta porque no somos capaces de vivir con el caos, el absurdo y la incertidumbre: las respuestas funcionan como un narcótico para calmar no solo la ansiedad, sino también nuestra responsabilidad.

La filosofía es un arte que tiene más que ver con las preguntas que con las respuestas. Sócrates fue un maestro en el arte de preguntar: educó moralmente a toda una generación de ciudadanos cuestionándolos con sus preguntas. Quizá lo importante no sea tanto preguntarnos por la sociedad que vendrá tras el coronavirus, intentando ejercer de adivinos, sino más bien preguntarnos por la sociedad que queremos construir, ejerciendo de ciudadanos. La práctica de la filosofía puede ayudarnos a formular los problemas adecuados que deberemos resolver si queremos construir un mundo mejor, más justo y solidario: ¿qué valores deberíamos cultivar para generar una sociedad buena? ¿Cómo ha de ser nuestra relación con la naturaleza? ¿Al servicio de qué fines debemos poner la tecnociencia? ¿Queremos ser tan solo consumidores o tendremos los arrestos para ejercer de ciudadanos? ¿Quién nos está diciendo la verdad y quién está intentando manipularnos? ¿Cuál es nuestra responsabilidad en la propagación de la mentira?

No existe una mano negra que mueva el destino de la humanidad. Somos nosotros, los ciudadanos, quienes erigimos, por acción o por omisión, los sistemas políticos y económicos que luego nos regulan la vida. ¿En qué queremos invertir nuestro esfuerzo? ¿En conocer el futuro o en construirlo? Que el futuro pueda conocerse, anticiparse, adivinarse, implica que ya está determinado y que, por tanto, los ciudadanos no podemos hacer más que prepararnos psicológicamente para asumirlo. Construir el futuro conlleva la certeza de que somos libres y, precisamente por ello, responsables. Después de esta catástrofe vamos a tener que enfrentarnos a graves problemas y deberemos elegir si queremos resolverlos con políticas locales y cortoplacistas, como hemos hecho hasta ahora, o con políticas globales y a largo plazo. Pero una de las cosas que nos está mostrado el virus es lo artificioso de las fronteras y la obsolescencia del Estado-Nación. Podemos cerrar nuestras fronteras soberanas o levantar muros, pero el virus no se detendrá. La palabra "pandemia" proviene del griego y significa "todo el pueblo". Aunque Trump se esfuerce en venderlo como "el problema chino", lo que estamos viviendo es global y afecta a la única humanidad de la que todos formamos parte. El virus, como la naturaleza, no distingue entre naciones ni clases sociales. Nuestro bienestar individual es interdependiente. De la salud de alguien en el otro extremo del mundo depende mi propia salvación. Los problemas globales exigen soluciones globales.

Los griegos del helenismo vivieron una época parecida a la nuestra: de profunda crisis e incertidumbre. El ciudadano de entonces tenía la sensación de vivir en un mundo que naufragaba. Los filósofos propusieron entonces superar los nacionalismos artificiosos que nos polarizan y nos enfrentan para vivir bajo el modelo de cosmopolitismo. Cuando a Diógenes de Sinope le preguntaron por su nacionalidad, respondió: "Soy ciudadano del mundo". Aquellos filósofos nos invitaron a ser cosmopolitas, a no segregarnos por nacionalidades y a hacer del género humano nuestra única comunidad política de referencia. La verdadera política no debería velar por el bien de una clase social, de un territorio o de un pueblo, sino por el de toda la humanidad. Hierocles, un filósofo estoico del siglo II, afirmaba que en nuestras relaciones con los demás vamos construyendo círculos concéntricos en función de la proximidad. Tomándonos a nosotros mismos como centro, construimos un primer círculo que es nuestra familia, un segundo círculo formado por nuestros vecinos y conocidos, un tercero que son los compatriotas y un último círculo que es el de la humanidad. La propuesta de Heriocles es entrenarnos para tratar a las personas de los círculos exteriores como tratamos a las de los interiores: a nuestros vecinos como familiares y a cualquier ser humano como compatriota.

Existe la esperanza de que de todo esto que estamos viviendo salga algo positivo. Quizá nos encontremos ante la oportunidad de reinventarnos como sociedad. Experimentamos una oleada de solidaridad: los aplausos morales en los balcones, los vecinos que se ofrecen para hacer la compra a los mayores o las empresas que cambian su producción para fabricar mascarillas. La sociedad civil, de forma espontánea, se está ocupando de cuidar de los más débiles. La Policía autonómica de Cataluña rindió honores a la Policía del Estado ante la noticia de que uno de sus hombres había muerto por coronavirus: el virus ha destruido también el nacionalismo que ha polarizado a la sociedad catalana y que ha enfrentado a estos dos cuerpos policiales en estos últimos años.

Estos gestos son una encarnación del concepto aristotélico de amistad cívica. Aunque hoy entendemos la amistad como un tipo de relación que pertenece a la esfera de lo privado, Aristóteles la consideraba la argamasa que une las sociedades y las hace progresar. La amistad a la que se refiere Aristóteles no es la que nos hace compartir unos vinos, una conversación o una afición, sino la unión de los ciudadanos que persiguen metas comunes.

La pandemia que vivimos es un problema común que nos está uniendo en amistad cívica y que debería ayudarnos a entender que la política no debe ser una lucha partidista polarizada. Esta manera en que los políticos han hecho política ha dividido a los ciudadanos en bandos irreconciliables y nos ha hecho olvidar el ideal moderno de fraternidad con el que se soñó durante la Revolución Francesa. El COVID-19 nos ha hecho percatarnos de que nuestro vecino no es un enemigo a batir, alguien de quien desconfiar o contra quien competir, sino un igual con el que resolver problemas y alcanzar metas comunes. El problema, y el peligro, es que siempre habrá gente que saque mucho dinero o poder de nuestra discordia. Leonard Boff afirmaba que somos seres compasivos en un mundo que alimenta el odio. El día después de esta crisis puede ser una oportunidad para construir juntos un mundo que alimente la compasión.

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