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andres montes

Rectificar, lo único seguro

El desconocimiento que hay tras las decisiones políticas

La pérdida de horizonte vital, por la combinación del constreñimiento físico y la falta de calendario, altera la percepción de lo que ocurre. Hay una tendencia cada vez más acusada a ver esta pandemia, que se llama así por su universalidad, como un problema doméstico, a lo que contribuye con denuedo la mala política que padecemos. Esa mala política es anterior al virus y ayuda poco a conocer la dimensión de lo que sucede tomarla como referencia principal, cuando quizá sea solo la puntita más perceptible, por ruidosa, de a lo que nos enfrentamos.

Siempre estamos necesitados de certezas y más ante el miedo. Es una reacción primaria, que tiende a generar ansiedad al constatar que tenemos pocos asideros ante lo incierto. Hay razones sobradas para desconfiar de la política, pero estamos privados de otros contrapesos. La fiabilidad que aporta la ciencia está mermada por la propia naturaleza del proceso científico. Sabemos todavía poco de este virus. El conocimiento es un proceso en construcción continua que, en este caso, se encuentra en una fase inicial. Reconocerlo así exige una mínima honestidad intelectual que no siempre se da. La urgencia de medidas hace que se reclame a la ciencia soluciones de las que ahora carece. Nos movemos en la dinámica desasosegante de la prueba/error, lo que cuando se hace cara al público, como es el caso, tiende a generar falta de credibilidad. Ese es el flujo que discurre bajo muchas decisiones políticas, sospechosas de antemano por proceder de un estamento con tendencia al cambio interesado y a la volatilidad.

La divergencia entre expertos abre la rendija a la instrumentación política de la ciencia. Lo vemos en Cataluña. Oriol Mitjá, el virólogo de cabecera de Torra, alimentó primero la defensa de las fronteras catalanas y ahora el de un pasaporte propio, aunque sea solo inmunológico, una medida que genera desconfianza por su sesgo segregacionista. Siguen más preocupados de las esencias que de lo esencial.

Estamos privados incluso de la aparente solvencia de los números. Ni siquiera hay acuerdo sobre el recuento de fallecidos, que la derecha cuestiona de forma sistemática. Tampoco es un problema doméstico, en Europa hay criterios muy flexibles que inciden en el resultado final. Pero aquí además nunca se nos dio bien contar a los que se van. De hecho, sigue siendo de uso muy común el millón de muertos de la Guerra Civil cuando está ya bien acreditado que fueron la mitad, una estimación que incluiría a las víctimas de las secuelas del conflicto, no sólo a la caídas con violencia. El título de uno de los libros de la trilogía de José María Gironella, un éxito editorial mantenido durante dos décadas que no impidió que su autor muriera en la indigencia, contribuyó a fijar esa cifra redonda que aflora con la ligereza del no saber.

Saldremos del confinamiento a ciegas porque carecemos de test rápidos certeros; los mejores tienen una fiabilidad del 80%, lo que en poblaciones grandes supone que un elevado número de contagiados escapará a ese filtro. Hasta finales de junio o principios de julio no habrá resultados de las pruebas serológicas, que se aplazan de nuevo y son las que pueden dar la verdadera dimensión de la pandemia. Ni siquiera tenemos la certeza de que quienes han superado la enfermedad hayan quedado inmunizados por completo.

China es el origen de todo. Hay atisbos de que oculta la magnitud real de lo que, en principio, fue una epidemia suya, pero no estamos en condiciones de exigir transparencia porque dependemos de ese país cargado de secretismos para suministros cuya importancia subestimamos por básicos y ahora descubrimos que son estratégicos.

Falta todavía consenso científico incluso sobre lo más elemental, como el uso de mascarillas en el proceso de salida.

La aspiración del gobernante reglamentista a regular al milímetro los aspectos más nimios de la vida muta ahora en pesadilla. Por eso, lo más creíble de lo que Pedro Sánchez dijo en el Congreso el miércoles es que vendrán nuevos anuncios fallidos seguidos de rectificaciones.

La falta de referentes científicos seguros no puede tomarse como una exoneración de las responsabilidades políticas. El rechazo weberiano a reconocer a la política una mínima condición científica -lo que cuestiona el estatuto académico de ciertas disciplinas sobre las que se alzan algunos de los que ahora gobiernan- sale reforzado cuando enfrentamos a los científicos, sometidos en última instancia a la evaluación objetiva, con los asesores de lo público, esos que son capaces incluso de hacer que una buena noticia como el desconfinamiento de los niños se convierta en un desastre. Más allá del comité científico, Sánchez ha elegido blindarse tras la prepotencia de los enterados, que no expertos. Y así le va.

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