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Sol y sombra

La vida vigilada de los otros

Me gusta la privacidad, algo que en nuestros días se ha convertido en un lujo al alcance de muy pocos. Sentirse vigilado ha pasado a ser, en cambio, la amenaza constante contra la que nos revolvemos como gatos panza arriba, dando zarpazos al aire igual que los puñetazos de los boxeadores sonados en el ring. Vivimos encadenados a una escucha permanente, nuestras vidas ya son en gran medida de los otros por culpa de los teléfonos celulares, los ordenadores y las tabletas que nos fidelizan y atrapan para aprovecharse comercialmente de secretos cada vez menos íntimos. Nos seguimos rebelando contra un tipo de esclavitud que hemos aceptado candorosa y voluntariamente. Hay que admitirlo.

Habrá, sin embargo, si se lo preguntan, quien les diga que él no estaría dispuesto a instalar una aplicación en su móvil para que lo rastreen con la excusa de la inmunidad. La aplicación ayuda a localizar y prevenir los contagios, es verdad, pero supone resignarse una vez más a ser espiado. La persona que se niega a instalar esa aplicación puede, a su vez, ser la misma que pasa horas al día colgado de las redes sociales difundiendo una cantidad impresionante de pistas sobre sus preferencias y pasiones. También la que deja rastro en las plataformas de televisión a las que está suscrito, en los asistentes virtuales domésticos que mantienen puesta la oreja en las conversaciones, en las cámaras de las calles y, dado que el virus es omnipresente, en las videoconferencias por motivos de negocio o trabajo que permiten a cualquier ser extraño emerger como un periscopio en su sala de estar o en la cocina de casa.

Aunque el Estado no haya dado muestras suficientes de confianza plena, se percibe que hay ciudadanos decididos a confiar más en Facebook, en Netflix, Zoom o en Amazon que en él. Incluso cuando se trata de una emergencia como la que vivimos.

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