Antes de conocerle personalmente, Antonio Alemany contaba con mi admiración como director de "Diario de Mallorca", aquel periódico de provincias en la avanzadilla democrática, que desbordó los límites insulares hasta convertirse en referente nacional del cambio de régimen. Y para él, una referencia vital.

Nos vimos por primera vez hace un cuarto de siglo en Puigpunyent, en la finca del entonces decano del Colegio de Abogados, Tomeu Sitjar que, con el notario Rafa Gil, completaban un trío discutidor, sarcástico e inseparable.

Allí descubrí a un hombre afable y culto, que gustaba de la esgrima dialéctica y no se apeaba nunca de los guantes de la discusión, siempre correosa y cortés.

Con una marcada querencia hacia el mundo jurídico, se sentía como pez en el agua debatiendo sobre pendencias y todo tipo de asuntos de esa biosfera, en los que siempre contendía con las armas de su doble militancia, la de periodista y abogado.

Hijo de un oficial de la División Azul (que murió en el frente ruso), al que no llegó a conocer, fue deslumbrante alumno de los jesuitas y periodista de culto para buen número de protagonistas de aquella Transición.

Sus incursiones en el mundo de los negocios no le salieron bien. Cometió los errores propios del intelectual que se adentra en el piélago de la gestión, con su recua de números, balances y créditos que acaban por castigar a quien no forma parte de ese universo.

Como luchador sañudo lo intentó, pero lo suyo eran los editoriales, las polémicas con los medios de la competencia y las discusiones radiofónicas. La combinación de periodismo, política y negocios no suele ser una buena mezcla. Y pudo con él.

Quién le iba a decir que después de un itinerario tan fecundo como el suyo ("Diario de Barcelona", "Fomento del Trabajo", "Opinión", "El Día de Baleares", "El Mundo", "Libertad Balear", "La Gaceta"), su jubilación iba a estar sellada por la brega judicial que le llevó a la cárcel, tras una sentencia en la que la magistrada ponente dedicó más tiempo a glosar las virtudes del periodista que a desgranar los hechos por los que se le condenaba.

Durante el juicio, cuya defensa dirigió prácticamente él mismo, desoyendo consejos bienintencionados, recordó al tribunal que tenía 8.000 libros de Ciencia Política en su coqueto piso de la plaza San Francisco, argumento con el que trataba de justificar lo que había cobrado, que tampoco parecía torrencial.

Para sus amigos, la peripecia judicial de Toni fue un calvario salpicado de contratiempos que no lograron eclipsar su trayectoria ni el aprecio sincero que siempre le acompañó. Para sus enemigos, un "puput de cresta molla, persona culta i engrescadora".

Inquieto e insatisfecho con la expansión catalanista, su apasionada militancia mallorquina y española, le acarreó disgustos en solitario. Su mordacidad, que ya había comenzado en un prolongado debate, acerca de la catalanidad del mallorquín, con el filólogo Francesc Moll, le llevó a una lucha denodada en la defensa de las esencias culturales de Ses Illes.

Erudito sin perder la compostura, con ese aire british que gastaba, no era propenso a alcanzar compromisos con aquello que franqueaba los límites de lo no negociable. Polemista nato, tenía una clara línea roja no traspasable. Y justamente ahí brotaba su vehemencia.

Comprometido con la libertad de expresión, sin ocultar nunca una afinidad ideológica con las distintas variantes de la derecha ilustrada, su biografía se había visto demediada por una desgraciada carrera política.

Optimista sin exageraciones, disfrutaba con la escapada anual a Hendaya, donde contaba con hospedaje familiar (la madre de Nita, su fiel copiloto de medio siglo, era francesa). Y en ese viaje estival, le hacía especial ilusión un alto en Pamplona, donde había estudiado Derecho y Periodismo.

A la vuelta a casa, durante los años de la dictadura, cruzar la frontera cargado con libros de la editorial Ruedo Ibérico resultaba una tarea algo más sencilla gracias a la vista gorda de un teniente de la Guardia Civil, mallorquín y amigo suyo.

Antes de la progresión de la enfermedad del olvido, que puso punto final a su "vieja normalidad", nos vimos por última vez en la heredad de Son Ramis (con estación de tren y burros argelinos), donde los generosos anfitriones avalaban un remanso de paz. Allí llegaba Alemany como un acomodado pasajero, ya que no tenía carnet de conducir.

Ya entonces sufría lo indecible, aunque no diera muestras de ello, salvo para enmendar cuestiones jurídicas de su calvario. Pero la conjunción del juicio, la sentencia, el embargo de sus propiedades, la cárcel, el vacío social y tantos otros infortunios no consiguieron hacerle doblegar en ningún momento. Es admirable que, a su edad, prefiriese la cárcel a pagar una multa que consideraba injusta.

En esta primavera confinada, desde la fantástica terraza de Son Pardo, en momentos espaciados de lucidez, se despidió de Palma, la Catedral y los tejados de la ciudad sumergida de José Carlos Llop. Y lo hizo con un sereno mensaje de ánimo dirigido a su fiel compañera: "Si algún día me pasa algo, no te desmorones, sigue adelante".

Así era él, buena persona, tranquila, inteligente, educada y con una cultura sobresaliente, hasta que un descalabro, quizás evitable, frenó su vida en seco.