La segunda fase de la pandemia es la economía y, al contrario que la desescalada social, asimétrica y contradictoria, no permite demasiados errores. Las previsiones del Banco de España son que se hundirá, al menos, un 9,5 por ciento. Para hacer frente a la crisis financiera, la reducción del déficit público tendrá que ser considerable. Si este Gobierno y los que vengan no la llevan a cabo, Bruselas se lo encargará a la Troika. Por ejemplo, reducir el gasto de la Administración, menos ministerios y asesores, será imprescindible. La eficiencia recaudatoria, también. Se trata de obtener ingresos acordes con las necesidades, y ello no consiste tanto en aplicar las nuevas figuras impositivas que se le podrían ocurrir esta misma tarde a Pablo Iglesias como en lograr la eficacia tributaria que históricamente se echa en falta y en estos momentos resulta ya una cuestión de supervivencia.
Una nueva biografía ("The Price of Peace", de Zachary Carter) ha devuelto a la actualidad la figura de John Maynard Keynes, el hombre que cambió la historia del pensamiento económico. Keynes quería salvar al capitalismo de sí mismo y, en parte, lo logró, en una época en la que se daban las mismas circunstancias que ahora: el liberalismo, que pretendía la paz y el libre comercio, se enfrentaba al nacionalismo, que buscaba el prestigio nacional, la imposición de una cultura o de un prejuicio racial. Las democracias de entonces se tambaleaban amenazadas por los mismos enemigos. Más tarde, ese liberalismo rompería su propio léxico y Keynes expondría sus matizaciones. Es verdad, como dijo el Nobel Robert Lucas, que cualquiera en las trincheras es keynesiano. Estamos justamente en ellas, por eso es necesaria una intervención sensata de los estados que permita capear el temporal con una respuesta europea como es debido. Frente a la afirmación ultraliberal de que la mano invisible del mercado, a la larga, lo arregla todo, Keynes respondió que "a la larga" todos estamos muertos. No hay que quitarle la razón.
