Cuando nos habían anunciado, y hubo muchos que se extasiaron, la aparición del cielo sobre la tierra, lleno de gloria y felicidad, y además el advenimiento de un hombre nuevo liberado de todos los vicios y limitaciones de la condición humana, resulta que del cielo caen millones de bolas de fuego que nos arrasan. El coronavirus. En lenguaje común denominamos apocalipsis a una destrucción/calamidad total (RAE) que evoca o se asemeja al fin del mundo. En el sentido original griego, apocalipsis significa, sin embargo, algo distinto: revelación o desvelamiento de las últimas verdades. Estamos en el apocalipsis de Pedro y Pablo, o sea, en la revelación de su verdadero ser. Una nada vacía con espíritu autocrático. Lo prometido era la España de la rabia y de la idea (letra de Machado), su apocalipsis/revelación real ha sido ésta: ineptitud total, frivolidad, ceguera mental, confusión de confusiones, toneladas de palabrerías y mentiras a go-go, más el Nodo de las televisiones. En resumen, más de 30.000 muertos. Dato aterrador. Sobre el trono infernal de la Historia reina el eterno tirano de la humanidad: la incompetencia.

Tempestad de aflicciones

Nos ha venido a visitar, otra vez, la vieja dama, por usar el título de Dürrenmatt. La muerte colectiva. Quien con uñas afiladas mata con total aceleración (a la peste se la llamó por eso "la enfermedad con prisa") y ataca sin miramientos ni distinciones. Viene, como casi siempre, con el habitual acompañamiento de supersticiones. Nostradamus, por ejemplo. Según dicen, este visionario anunció en 1551 el coronavirus. Pues profetizó que, en el año de los gemelos (2020), llegaría del Este (China) una reina (corona) que extendería una plaga, el virus. Nadie ha sabido decir en qué lugar de sus advertencias está esto, pero el público se entretiene con estas necias "sabidurías". Estamos en la "tempestad de aflicciones", en el "tiempo de angustias" (Toynbee). Para combatir el desconsuelo, podemos acudir a la vieja filosofía que ya nos advierte que "al nacer comenzamos a morir" (Manlius). O, alternativamente, podemos echar mano del arcano de la magia antigua, por ejemplo, la ley del contraste: que dice que lo semejante elimina a lo semejante y suscita lo contrario. Un caso: como San Sebastián había muerto asaeteado, las gentes se convencieron de que era el santo enviado por Dios para espantar las flechas mortales de la peste, y eso explica que haya, todavía hoy, tantas iglesias con una imagen suya. En nuestro caso, podemos hacer algo parecido: defendernos de las flechas mortales que nos ha clavado el coronavirus acudiendo a lo semejante, a lo que enseñan las pestes de hace siglos. Enseguida se ve que estamos muy lejos de aquellas horrorosas masacres, a pesar de tantas semejanzas. Unos datos mínimos: en el mundo entero han fallecido algo más de 300.000 personas. Sólo Nápoles perdió en 1656 casi 300.000. Milán, la mitad de su población en 1630. En España, en las tres "ofensivas de la muerte negra" (1596-1602, 1648-1652, 1677-1685), la peste se llevó más de un millón de vidas. Aquellas pestes no duraban un par de meses. Se alargaban años. Volvían recurrentemente. Y reducían la población a la mitad.

Dice Boccaccio en "El Decamerón", allá por el siglo XIV: "Tanta y tal fue la crueldad del cielo, y en parte de los hombres, que entre el mes de mayo y el siguiente mes de junio [es decir, en aproximadamente dos meses], por la virulencia de la enfermedad tanto como por la poca diligencia que cerca de los enfermos se tenía, se cree y afirma que dentro de los muros de la ciudad de Florencia más de 100.000 criaturas humanas fueron arrebatadas de esta vida presente, número que, por ventura, antes de que aquel malaventurado accidente ocurriese no se pensaba que en toda ella existiera".

Y el portugués Fray Francisco de Santa María explica en 1697: "La peste es, sin duda alguna, entre todas las calamidades de esta vida, la más cruel y verdaderamente la más atroz. Con gran razón se la llama el Mal por antonomasia. Porque no hay en la tierra mal alguno que sea comparable o semejante a la peste. En cuanto en un reino o una república se enciende este fuego violento e impetuoso, se ve a los magistrados estupefactos, a las poblaciones asustadas, al gobierno desarticulado. La justicia ya no es obedecida; los talleres se detienen; las familias pierden su coherencia y las calles su animación. Todo queda reducido a extrema confusión. Todo es ruina? Los hombres? no sabiendo ya qué consejo seguir, van como ciegos desesperados que chocan a cada paso contra su miedo y sus contradicciones. Las mujeres, con sus llantos y lamentos, aumentan la confusión y la angustia? Los niños derraman lágrimas inocentes porque sienten la desgracia sin comprenderla".

De los "remedios" y la obstinación de los incrédulos

Si miramos lo que se hacía, no parece que hayan pasado siglos. El remedio más seguro era un par de botas. Para irse. Si no, la cuarentena. Palabra que, por lo que parece, existe desde 1347, cuando Venecia cerró su puerto a los barcos de fuera y construyó un lugar de reclusión en la Isla de Santa María de Nazaret, llamado el "nazareto". A todos los que llegaban a la ciudad los metían en esa isla donde pasaban al principio diez días, luego treinta, y por fin cuarenta. Así nació la cuarentena. El gran peligro era el contacto humano. Rociaban cartas y monedas con vinagre, desinfectaban las casas con azufre. Se salía a la calle con una máscara con forma de cabeza de pájaro, con el pico lleno de sustancias olorosas.

La peste la transmitían las gotitas de saliva. La ciudad sitiada por la enfermedad se protegía con un cordón de tropas. Y luego venían y mataban las hambrunas. Vendedores y clientes ponían entre ellos un ancho mostrador. El prójimo era el peligro. Se llegaba a agredir a familiares y vecinos (como ahora). Muchos salían a la calle con pistola. Las casas eran claveteadas con la gente dentro. Los curas daban la absolución de lejos. "Los hombres temen incluso el aire que respiran. Tienen miedo de los difuntos, de los vivos, de ellos mismos, puesto que la muerte frecuentemente se envuelve en los vestidos con que se cubren y que en su mayoría sirven de sudario, debido a la rapidez del desenlace...".

Se acogía con burlas despectivas a todo el que anunciaba lo que se avecinaba. Se engañaban a sí mismos para no ver la inmensidad del mal. Heine en 1832: "Como era jueves de la tercera semana de cuaresma, como hacía un sol espléndido y un tiempo delicioso, los parisinos se divertían con toda su jovialidad en los bulevares en los que incluso se vieron algunas máscaras parodiando el color enfermizo y la cara descompuesta, se burlaban del temor a la cólera y de la enfermedad misma..., engullían toda clase de helados y de bebidas frías cuando, de pronto, el más vivaracho de los arlequines sintió demasiado frío en las piernas, se quitó la máscara y descubrió ante el asombro de todo el mundo un rostro de un azul violáceo". Para no sembrar el pánico y dañar las relaciones económicas, se retrasaba el reconocimiento de la epidemia. Mientras no causase muchos muertos, esperaban. Médicos y autoridades engañaban. Tranquilizando a la gente se calmaban a sí mismos.

El proceso: las autoridades sanitarias examinaban los casos sospechosos; los médicos emitían un diagnóstico tranquilizador; se negaban a interrumpir escuelas y sermones. O sea, la obstinación de los incrédulos. Se suspendían las pompas fúnebres. Las ciudades no eran capaces de absorber tantos muertos. Las calles se llenaban de cadáveres. La muerte se desacralizaba: se privaba a los difuntos de la dignidad de un entierro. Ni siquiera una tumba individual. Se desataba el "Carpe diem", es decir, la sed glotona y viciosa de vivir. Las ciudades volvían a respirar cuando veían desfilar otra vez féretros por sus calles.

De nuevo el Eclesiastés: "Nada nuevo bajo el sol". Podemos añadir una frase de Montaigne: "El fuego prospera con asistencia del frío". En simétrica correspondencia, la voluntad de vivir con el miedo a morir.