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Papel de regalo

La vida y el destino en tiempos de coronavirus

"La muerte se está fumando mis cigarros" decía Bukowski hace años, feliz como una perdiz, a pesar de que "la flaca" segaba con la guadaña la hierba que el bueno de Charles pisaba.

Quizá como él, últimamente todos nos hayamos acercado un poco más a la muerte, desde hace dos meses la innombrable se ha sentado en el asiento de copiloto y te mira sonriente mientras conduces. Ya nada es lo mismo ahora. Todos estamos alerta, mirando de reojo a la sombra de un síntoma, tumbados en el chaise longue, escuchando cómo se queman las naves de nuestro futuro en una deflagración de la ilusión, frente a un reloj al que le han robado las agujas y un televisor que no deja de escupir la palabra tabú. Todos nos preguntamos por qué. Mientras en la calle llueve y en las paredes del salón también, una pregunta suda en nuestra frente ¿quién demonios le ha dado la vuelta a nuestra vida? con lo bien que estábamos ahora, que hasta tu padre había logrado bajar el colesterol.

Y es que el ser humano lleva muy mal que el destino haga de las suyas a deshora, sin previo aviso, que corte las alas de una paloma en pleno vuelo, que se salte las reglas del juego arrebatándonos una vida que suponemos nuestra y nos pertenece, y que lo haga en un visto y no visto, en un santiamén, nunca mejor dicho, añade un plus de fatalidad al asunto. Como cuando el cielo se lleva volando el globo del niño que camina feliz por el parque. Ese drama de que te quiten algo tan tuyo como la vida de tu padre, de tu hermana o de tu hijo en apenas unos días, es prácticamente insuperable. Nos quejamos porque nadie nos advirtió de que había que despedirse por si acaso, que teníamos que dar ese último beso que guardábamos para un escenario mucho más idealizado que este, que teníamos que desatar el perdón que llevaba años amarrado al rencor de tu cuerpo, agazapado y terco. Nadie nos avisó del drama de la efervescencia de los sueños o de la marea de la vida. El ser humano solo se acuerda de Santa Bárbara cuando truena, es caprichoso y dispone de la vida a su antojo, la maltrata y la venera a partes iguales, y asume que a veces tocan de cal y a veces de arena, pero nunca asume el siguiente estadio de la vida, el de se acabó el cuento, las luces apagadas, y fue bonito mientras duró, a otra cosa mariposa, eso ya no. El ser humano se olvida de la muerte hasta que esta carga el tambor de las balas y mete el dedo en el gatillo del calendario de los años o hasta que la salud se cansa o incluso hasta que las dos cosas se dan al mismo tiempo, que suele ser lo más normal porque la carrera de la vida no es infinita y tiene salida y meta. Entonces el ser humano tiembla como un cervatillo y recula sin éxito.

Quizá el problema resida en que concebimos la vida como algo que nos pertenece y en la que gobernamos con mejor o peor estilo, pero que al fin y al cabo nos pertenece. Craso error.

Ojalá que esta pandemia no solo nos robe el sueño para azotarnos con el miedo y la incertidumbre, ojalá que también nos haga pensar un poco más en la vida, en nosotros, en el papel que ocupamos en este circo. Ojalá que sirva para darnos cuenta de que la vida, esa vida en la que ansiosos plantamos la bandera de nuestra patria, no es nuestra. Ojalá por fin comprendamos que la vida venía envuelta en papel de regalo y tenía fecha de caducidad. Bukowski lo sabía y jugó con ella cuanto pudo.

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