Las peatonalizaciones han venido para quedarse. Se trata sin duda de una de las enseñanzas más radicales que los gobernantes locales deben obtener del azote de la pandemia: para garantizar el distanciamiento social hay que abrir nuevos espacios amplios a los peatones. Pierde el tráfico, gana el medio ambiente urbano; menos coches, menos contaminación.

Que el peatón reconquiste la ciudad puede generar confusión y polémica. En esta ocasión, los urbanistas de la sostenibilidad cuentan con un aliado primordial: la necesaria preservación de la salud. Ciudades más saludables, con más recorridos a pie y en bicicleta, se convierten en escenarios afines en la batalla contra el virus y como cortafuegos de enfermedades frecuentes de nuestro tiempo: la obesidad, la diabetes y las dolencias cardiovasculares.

Aparte de la reducción de la contaminación, se contabilizan otras ventajas a la hora de extender las peatonalizaciones: mejoran la seguridad vial, la movilidad de los peatones y la calidad de vida de los residentes, y tienen un impacto favorable sobre el comercio. Los alcaldes, cuya gestión de cercanía los ha convertido en los campeones de la crisis del covid-19, deben convertir en duraderas soluciones eficientes que se han tomado de manera provisional. Pero aumentar el número de calles peatonales requiere orden y planificación: se convertirá en medida efectiva se si considera no un fin en sí misma sino una herramienta integrada en una amplia estrategia de nueva movilidad.