Una de las particularidades de esta pandemia es que ha sacado al proscenio a un actor que vivía escondido en las bambalinas, disfrutando de su naturaleza, o sea, del misterio. Los cisnes negros. Ahora, cualquiera que se precie nos repite que este demoledor coronavirus ha sido un cisne negro. Vale. La fama de estos cacareados cisnes negros se debe a un "bróker" norteamericano, de origen libanés, Nassim N. Taleb, quien en 2007 publicó un famosísimo best-seller titulado "El Cisne Negro", libro que tuvo, con todo merecimiento, repercusión mundial entre la ciudadanía occidental más conspicua. El subtítulo del libro explica muy bien de qué trata: de la aparición, impacto y consecuencias de los acontecimientos inimaginables. Por encuadrar la metáfora: hasta finales del s. XVII no había -y además se creía que no podía haber- cisnes negros en el mundo, pues, durante cientos de años, nadie había visto un cisne negro. Todos eran blancos. Hasta que, de pronto, unos colonos ingleses los trajeron de la recién descubierta Australia. Taleb llama cisne negro a un suceso que reúne tres características: inmensa rareza o absoluta improbabilidad; impacto extremo; predictibilidad solo retrospectiva (no prospectiva), es decir, que solo somos capaces de explicarlo/racionalizarlo después de que ocurra, no antes. Según Taleb, los grandes cambios de la Historia suelen ser "cisnes negros", y su frecuencia ha ido en aumento en los últimos decenios. Casos: desaparición de la Unión Soviética; los crack bursátiles (el de 1987, o Lehman Brothers); la aparición de Internet; el atentado del 11 de Septiembre; y podríamos añadir por nuestra cuenta y riesgo Trump o el Brexit.

Anatomía de un cisne negro

Los cisnes negros han sido una obsesión en la vida de Nassim Taleb. Obsesión basada en su historia personal. Primero, la Bolsa, que vive permanentemente en lo inexplicable (por eso un judío español, que escribió en el s. XVII un famoso Tratado sobre ella, José de la Vega, la denominó "Confusión de confusiones"). Y después por su país de origen: Líbano. Un paraíso que, durante 3.000 años, había mantenido un refinamiento vital e intelectual de fuerte influjo francés, pero que fue arrasado en poco más de un decenio. Como sabe cualquiera por experiencia, destruir es más fácil que construir: lo que tardamos siglos en levantar se derrumba en un instante. Las destrucciones acontecen a muchísima más velocidad que las construcciones. Eso las hace más difíciles de creer, y de digerir: en el drama gigantesco del Líbano, sus ciudadanos más preparados pensaron, durante muchos años, que aquella "imposibilidad" que había ocurrido era algo pasajero porque "este lugar es diferente, siempre ha sido diferente". No lo era. Lo mismo ha pasado en Venezuela, gracias a las recetas salvíficas de los salvadores de turno. De esa forma, Líbano pasó de paraíso terrenal a infierno dantesco. La "corteza de sofisticación" de cualquier época/país le dura a las termitas de la Historia unos segundos. En general, los cisnes negros positivos exigen tiempo, los negativos suelen ser casi instantáneos.

La arrogancia epistémica de los humanos

Esos son los hechos. Ahora viene la Filosofía (de la Historia). Siendo eso así, lo que más encocora a Nassim Taleb es la arrogante y tozuda ceguera de los humanos: que viven como si esos cisnes negros no existieran. Los ignoramos una y otra vez. Nuestras mentes parecen tener un ángulo ciego que les impide ver a esos "mamuts" que se pasean "ostentóreamente" ante nuestros ojos. Lo que creemos que no puede ocurrir, decretamos que no ocurre. La explicación de este absurdo la da un aforismo incomparablemente magistral de Nietzsche: "Allí donde tu corazón no se atreve a mirar, tu ojo deja de ver". A pesar de todo, el cisne negro llega: como el coronavirus, que ha estado a punto de arrasar el mundo. Que ese es el verdadero problema, y de ahí el inmenso miedo: ha faltado un pelo para que viéramos, por primera vez en nuestras vidas, un apocalipsis de verdad.

La Historia es opaca. Solo vemos la superficie, no la caja negra en la que se ocultan las fuerzas que la mueven. Cuando llega el gran desorden, entonces el mundo se pregunta, atónito, "¿sabéis lo que está pasando?", como, según Taleb, ocurrió en la crisis bursátil de 1987, cuando los accionistas veían, enloquecidos y paralizados, cómo segundo a segundo se evaporaba su patrimonio hasta que desapareció por completo. Para Taleb, nada decisivo en la Historia surge de la planificación normal. Cosa que ya había adelantado P. K. Feyerabend, a propósito de la evolución y desarrollo de la Ciencia, en su famoso libro "Contra el Método". Añade Taleb: "La incapacidad para predecir las rarezas implica la incapacidad de predecir el curso de la Historia". Una realidad con muchísimas consecuencias.

El gran fraude intelectual

Toda esa ceguera ocurre casi siempre con nuestra colaboración y ayuda: por el funcionamiento peculiar de nuestra mente. Que Taleb explica con una analogía: el curioso caso del pavo de Acción de Gracias. Pavo al que la cocinera, que va a ser quien lo hornee, alimenta mimosamente con las mejores exquisiteces, y el pavo engorda satisfecho, cloquea feliz y hasta siente que ha encontrado su sitio en el mundo. Vive así con un sentimiento creciente de seguridad, y sin percepción alguna de riesgo. La paradoja: su confianza se va haciendo más grande cuanto más se acerca el último día. La curiosidad: la sensación máxima de seguridad, y mínima de riesgo, la tiene la tarde anterior a que lo guillotinen. Lo más inquietante: que el pavo no aprende nada de su experiencia. Todas sus conclusiones son erróneas. La realidad marcha al margen de él.

Cosa parecida ocurre con nosotros. Como el pavo, navegamos en un océano de ignorancias confiados en experiencias engañosas. Diríamos que nuestra mente funciona siguiendo un Manual de Usuario equivocado. No acabamos de entender que lo que desconocemos es mucho más determinante que lo que sabemos. Son las tramposas paradojas del funcionamiento de la mente que describe Kahneman ("Pensar rápido, pensar despacio"). La vida es inusual. De ahí el sinsentido de ignorar las rarezas. Pero lo hacemos. La mente humana avanza guiada por una especie de distorsión retrospectiva (lo que creemos que ha pasado no es realmente lo que ha sucedido) y por una valoración exagerada de la información fáctica. El capitán que llevó al Titanic al naufragio, E. J. Smith, opinaba en 1907, unos años antes del hundimiento (1912): "Pero con toda mi experiencia, nunca me he encontrado en un accidente? de ningún tipo que sea digno de mención. En todos mis años en el mar solo he visto un barco en situación difícil. Nunca vi ningún naufragio, nunca he naufragado, ni jamás me he encontrado en una situación que amenazara con acabar en algún tipo de desastre". Estupendo, pero al gran Titanic lo tragó el océano. Es decir, el viejísimo problema de la Inducción, tan magistralmente desmontado por Hume. Como decía jocosamente Churchill, el Ministerio de Defensa Británico siempre se está preparando para la última guerra pasada.

Los cisnes negros existen. Sería muy consolador que no existiesen y más todavía que pudiéramos acabar con ellos. Pero no es posible. La realidad no es comedida. Marcha a saltos. Frente a ella, solo podemos agarrarnos a un clavo ardiendo: los cisnes negros mandan de una forma u otra señales e indicios. El problema está en que no los atendemos: por dogmas trasnochados, por nuestra inclinación a las idolatrías, por amor a la simplificación, por prestar atención a las alertas falsas, por la acentuación de lo típico, por los despistes de nuestro radar mental, o por nuestras infinitas negligencias. Eso es lo que ha pasado en el coronavirus. Como ya advirtió Platón, para la Verdad las creencias son enemigos más peligrosos que las mentiras. Nos ocupamos de lo normal. No de las rarezas, a las que casi nunca atendemos y menos entendemos. Vivimos con un insaciable sesgo de autoconfirmación. Frente a ese océano de trampas, no tenemos más arma que la vigilancia escéptica. Pero nos resulta incómoda. El milagro del conocimiento consiste en que es capaz de razonar acertadamente partiendo de premisas falsas. El problema está en que nos gusta más la verborrea. Sobre todo, si nos la venden como Ciencia. Verborrea mental, o verbal, que es nuestro eterno cisne negro.