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Viajar hasta Oviedo para examinarse

Recuerdos del Naranco y de la Universidad asturiana

Llega el verano y llega también el día de dejar el hospital Monte Naranco de Oviedo donde cumplí parte de la rehabilitación por un grave accidente doméstico. La veterana institución fue en su origen (1947) un sanatorio antituberculoso pero, con el paso de los años, ha ido cumpliendo otras funciones y hoy es preferentemente un centro de media y larga estancia. Uno de sus últimos servicios fue destinar una planta a pacientes afectados por el coronavirus.

Fuera del tratamiento específico que me llevó allí, el ambiente me resultó familiar porque mi padre y mi tío, que eran cirujanos, tuvieron sanatorio en la Ciudad Jardín de La Coruña hasta que duró el concierto con la Seguridad Social. Nosotros vivíamos, como quien dice, en la puerta de al lado y no nos extrañaba el trasiego de gente vestida para entrar o salir del quirófano con gorros, mascarillas y ropajes de color verde. Me sentí, por tanto, como en casa y cuando llegó el alta me despidieron cariñosamente (pocos gremios habrán sabido -como el sanitario- incorporar a su ejercicio profesional el trato más humano y afectuoso con tanta intensidad).

No obstante, mi relación sentimental con el monte Naranco y con todo lo que allí se desarrolló con el tiempo, desde el propio hospital hasta los monumentos prerrománicos, los cabarés, los clubes deportivos, los restaurantes, las carreras ciclistas y hasta el lugar propicio para hacer el amor en el asiento trasero de un automóvil, data de mucho antes. Concretamente, desde que inicié (y terminé) los estudios de Derecho en la Universidad de Oviedo. Una carrera que cursé como alumno libre desde La Coruña bajo la dirección de dos fiscales, Higinio Sánchez y Eugenio López, que nos tomaban la lección todos los días y nos iban preparando para dominar los temarios de las oposiciones a una plaza en la nómina del Estado, el gran objetivo de los estudios de Derecho. "Billete de primera para toda la vida" solía decir un amigo de mi padre que había sido opositor de éxito. El método era muy exigente porque a los alumnos que cursaban la carrera por libre se les exigía el dominio de todo el programa de cada asignatura, sin exámenes parciales liberatorios, como sucedía con los oficiales. Y todo ello acreditando un dominio completo del temario en jornadas exigentes de tres o cuatro días prácticamente sin tiempo para repasar entre prueba y prueba. Había, por tanto, que apretar los codos desde los primeros días de octubre hasta los primeros días de junio que era cuando nos desplazábamos hasta Oviedo para rendir cuentas, tras un viaje agotador que duraba desde la mañana hasta casi la noche. Primero en la empresa Ribadeo hasta el límite con Asturias y luego, previo transbordo al Alsa, hasta la capital de la región que por entonces todavía no era Principado.

De aquel pequeño grupo de alumnos libres salieron juristas muy notables como Román y Corbal, magistrados del Tribunal Supremo, Piñeiro, diplomático y embajador, Valencia y Botas, notarios, Somoza y Teijeiro, inspectores de Trabajo, Rabuñal, abogado del Estado y luego jefe de la asesoría jurídica de Caixa Galicia, y varios letrados de entes autónomos o de la administración central, amén de otros brillantes abogados. Estudiar de aquella manera daba óptimos frutos.

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