Escucha esos ritos silenciosos que recorren el mundo: esas parejas de mirada perdida y gesto esquivo que se cobijan en las calles para matar el tiempo sin atreverse a levantar la voz ni la vista, o peor aún, esas parejas en las que él va escuchando el fútbol por la radio y ella va escuchando los latidos de su tedio sin tregua. Suenan en los bares y cafeterías: dos cuerpos de aliento ya desconocido, ocultos tras los burladeros de papel de un periódico o una revista, o abandonados en la isla desierta del limón que agoniza en la bebida, sin nada que llevarse a los labios. Nada de nada.
Suenan en las casas: muros invisibles separan las pieles y simas sin fin impiden el contacto entre dos mentes que un día tuvieron algo en común y que ahora comparten techo por rutina, por miedo, por conformismo, por intereses o por pereza. No es fácil taponar las hemorragias que desangran la convivencia. A veces, muchas veces, resulta imposible porque la herida es demasiado grande y la venda demasiado pequeña. En esos casos se impone la amputación para impedir que la gangrena se extienda a todo el cuerpo. Lo sé y no lo hago. A estas alturas no esperes que me haga reproches. No soy de esas personas que sufren el síndrome Calimero y gimotean en cuanto un problemilla, que a veces ni siquiera alcanza la categoría de molestia, se empieza a dibujar en el horizonte. Es increíblemente fácil presentarse ante los demás como víctima eterna de un destino feroz y perverso. Mi matrimonio es un fracaso. Vale. Culpa suya, culpa mía. Lo lamento pero ya no sufro. Me conformo, y a punto estoy de resignarme, pero no por eso me considero una desgraciada. Mi fracaso me pertenece y no lo comparto con nadie. Ni siquiera con mi marido, que dice verme feliz".