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Juan Gaitán

Olas, vientos

Arde España por la ola de calor bajo la amenaza de tener que volver a recluirse si sigue creciendo la de la pandemia

Las olas son para el verano. Ahora mismo, una ola de calor y la segunda del coronavirus, que acaso sea en realidad la resaca de la primera, se abaten sobre nosotros y, como pasa siempre con las olas, no podemos hacer nada por impedirlas salvo aguardar a que pasen y no nos ahoguen. Arde España por la ola de calor bajo la amenaza de tener que volver a recluirse si sigue creciendo la de la pandemia, que está ya en segundo de tsunami. Y, mientras, esperamos contritos a que cambien los vientos y, además de refrescarnos, nos lleven a mejor puerto.

Ahora que menciono a los vientos, me doy cuenta de que con tanto encierro casi me había olvidado de su presencia. Y eso que la gente del rebalaje siempre estamos hablando de vientos y de mareas. A aquel genio que se inventó la radio y la televisión en España, Joaquín Soler Serrano, le gustaba es palabra, "rebalaje". Me la escuchó decir un día y me pidió una definición. Yo, que no tenía el diccionario a mano y por entonces aún no llevábamos el universo en un teléfono de bolsillo, le dije: "el rebalaje es donde el mar resbala y se vuelve a caer sobre sí mismo".

Pero yo iba a los vientos, esos "grandes locos", como los llamaba Álvaro Cunqueiro, a quien también le gustaba extasiarse viéndolos "golpeándose contra el mar y contra los montes". No solemos verles la cara, aunque se cuenta que los antiguos marinos, entre los que tienen lugar de honor en mi santoral privado Jasón y Simbad, sí les conocían el rostro, como quien reconoce de lejos la presencia de un amigo. Se dice que Simbad reconocía con claridad la cara de los vientos y que temía sobre todo al boreal, el viento del norte. En Galicia afirman que es un gran silbador, un viento delgado y fino al que llaman "tumba loureiro", porque le gusta derribar los laureles sagrados que plantaron los romanos.

Pero por este sur que habito y que me habita no conocemos el viento del norte. Dicen quienes saben que el dominante por aquí es el Poniente, que viste de azul el mar y parece que aleja el horizonte, de nítido que vuelve el aire. Rara vez sopla el viento del sur, que es tibio y llega fatigado de nadar, por eso tiene una dulzura melancólica, de viajero que regresa a casa.

Y tenemos también el Levante, que cuando entra se echa tranquilo sobre la ciudad con una luz acuosa, leve de bruma y algo salobre, aquietando las olas y mojando los sueños. Ahora mismo acaba de tocar con su mano de sal los cristales de mi ventana. Tiene la voz de esos niños que hacía tanto tiempo que no venían a decirme: "Juan, ¿quieres jugar?".

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