Rosa: "No hay nada como una mudanza para comprobar que nos pasamos buena parte de la vida atesorando cosas que han terminado por ser inútiles. Cuando destripamos las casas nos salta a la cara el inconfundible aroma del tiempo perdido. Como ya no tiene remedio, no hay que mortificarse, aunque sería conveniente tomar buena nota para el futuro que nos quede aquí. Es asombroso cómo acumulamos libros que no hemos leído o que no deberíamos haber leído. Una especie de fetichismo de papel que tiene más que ver con el coleccionismo que con el amor a la lectura. Y lo mismo pasa con películas. O revistas. O discos. O ropa.
Ese desbarajuste de desintereses de los que ya prescindimos hace tiempo prueba que corremos el riesgo de convertirnos tarde o temprano en cáscaras vacías a las que llenan y vacían de personalidades incontroladas en una fábrica de sueños y pesadillas. Cautivos del consumismo más fatuo, desprovistos de la fuerza de voluntad suficiente para decidir esto sí, esto no.
No es menos angustioso comprobar que, en un alarde de usura emocional, nos negamos a desprendernos de cuanto cachivache se acerca a nosotros: llaves oxidadas que abrieron o cerraron quién sabe qué puertas, facturas de cenas con gente ya olvidada o distanciada, entradas de cine para películas desvanecidas, postales con mensajes escritos con tinta que ya no emociona, libretas con apuntes que murieron de inanición, relojes que solo marcan una misma hora eterna, recuerdos de bisutería, bisutería de recuerdos.
Pero lo más demoledor es reencontrarse con cartas de un amor que ya no existe o fragmentos de un diario en el que aún palpita una letra que algún día nos perteneció. ¿Esos sentimientos fueron nuestros? ¿Esos miedos, alegrías, fracasos, humillaciones y errores que apenas recordamos ahora ocuparon un sitio en nuestro pasado? ¿Esa desesperación por alguien existió realmente o le sucedió a un cuerpo extraño que usurpó el nuestro? Dicen que el presente y el futuro no existen. Sospecho que el pasado tampoco".
