Putin envenena más que los Borgia. En un momento dado, pareció que sus esbirros mostraban una especial torpeza al intoxicar a sus víctimas. Al fin y al cabo, los Skripal padre e hija sobrevivieron tras rociarles el pomo de la puerta, Litvinenko duró lo suficiente al tomarse el té con polonio para trasladar una imagen crística, y Navalni se recupera junto al parlamento berlinés. Sin embargo, al profundizar en estos asesinatos frustrados se observa que cumplen con la dilación que dispara la audiencia. Del shock a la teleserie, Occidente tiene tiempo para impregnarse de la villanía del zar. En ningún caso ha igualado la maldad neroniana del tiroteo a Anna Politkóvskaya, que los lacayos de la FSB ejecutaron en el cumpleaños del presidente ruso.

Ante el apasionante documental de una hora de duración en que Navalni desmenuza la fortuna en yates y viñedos del pelele Medvédev, el asombro traspasaba la excelente factura de esta joya del periodismo de investigación, para admirarse de que el Kremlin permitiera tal exhibición de descalificaciones a cargo de su opositor oficial. Un ataque de esta magnitud a un todopoderoso sería impensable en España, ahora se demuestra que los periodistas locales muestran una sana alergia a ser envenenados.

Cada vez que Putin envenena a un disidente, las gallinas cluecas occidentales esponjan las plumas y parecen a punto de pegarle un severo picotazo al oso ruso. Por ejemplo, Merkel ha fruncido el entrecejo ante el homicidio frustrado de Navalni. Claro que en el último momento aparece el gasoducto Nord Stream 2, en el que se han invertido miles de millones. O surge el espectro de los oligarcas rusos que compran palacetes en Londres, paralizando la respuesta a Litvinenko y los Skripal. O amanece la sensibilidad fraternal de Trump hacia el propietario del Kremlin. Así que habrá nuevos envenenamientos, y saldrán gratis.