Aceptemos que Sánchez no solo incurre en más errores que aciertos, sino que las equivocaciones superan a las decisiones en este maestro de la rectificación. Sobran las voces que se encargan de reprocharle estas carencias, con la saña que merece todo presidente del Gobierno. Es posible incluso que se queden cortos en la censura, pero siempre se detienen un paso antes de proponer una alternativa. La relación de pronunciamientos en contra de Sánchez y a favor del teórico líder de la oposición debiera ser de diez a uno, y no llega a un cien a uno. Ayer mismo, la imagen más buscada en el día de la fiesta nacional encuadraba al líder socialista con la presidenta... de la autonomía uniprovincial madrileña, a la altura jerárquica de La Rioja, Cantabria o Baleares.
Mal que bien, Sánchez manda en España sin presupuestos ni diputados aunque con una deslumbrante autoconfianza. En cambio, nadie sabe quién gobierna en la derecha española. Ayuso (dos menciones ya) o Cayetana aportan excelente materia prima para Vox pero desentonan en el PP, la dimisión de Illa la pide Ana Pastor que fue ministra con Aznar y tutora de Rajoy, incluso el socorrido recurso de sacar en procesión a Núñez Feijóo recuerda menos a una invocación que a una desesperación. Y cuando Pablo Casado (ya era hora) comparece para llevarse los minutos de la basura de su presidenta madrileña, baraja índices epidemiológicos que no entiende.
Nadie en su sano juicio compararía a Sánchez con Rafael Nadal, pero la derecha recuerda mucho al Djokovic de la final de París. Vale que Estados Unidos se dispone a demostrar al mundo que no se necesita un candidato vivo para conquistar la Casa Blanca, pero encomendar la sustitución en la Moncloa al bullicio jaranero de Vox condena a la orfandad al conservadurismo tal vez moderado por perezoso, pero muy bien representado en el contingente electoral.
