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Alejandro Villa Allande

Biden gana las elecciones pero Trump sigue de presidente

Hace ahora veintiocho años, publicaba LNE un artículo firmado por mí que titulé “Clinton gana, pero Bush continúa de presidente”. Pretendía explicar, como voy a tratar de hacer ahora, las peculiaridades de la democracia estadounidense; porque ¿cómo es posible que gane las elecciones un candidato y el perdedor mantenga la presidencia?

Comenzaremos por el primer hecho diferencial con España: aquí, el Censo de Población es también el Censo Electoral. En los Estados Unidos son totalmente independientes, y una persona podría ser descendiente directa de Tomás Jefferson (el gran político de la Independencia y tercer presidente) y no poder votar si no se inscribe previamente en el Censo Electoral. Recuerdo las campañas que emprendieron líderes sociales como Martín Lutero King o Jesse Jackson para animar a la población de origen africano a inscribirse en el Censo y poder votar. Cosa nada sencilla en el Sur profundo, en donde el racismo ha perdurado hasta hoy día, incluso defendido institucionalmente.

En los últimos cuarenta años, el muy importante aumento de la minoría de origen hispanoamericano ha sido objeto de llamados a la inscripción en el Censo Electoral. Así y todo, la participación de afroamericanos y de “hispanos” en las convocatorias electorales es todavía inferior, porque bastantes no están inscritos en el Censo Electoral, a la de la cada vez más exigua mayoría “blanca”. Por una serie de factores coincidentes, la participación en las elecciones, en comparación a la mayoría de las democracias occidentales, es muy baja. Oscila entre el 40% y el 50% del electorado registrado para el Congreso, y el 40% al 60% para el Senado. Para las presidenciales no mejora la situación: en las últimas, desde 1988 hasta 2016, ha votado entre el 50% y el 57% de la población, a pesar de las ingentes cantidades de dinero invertidas en toda clase de propaganda, publicidad en los medios, etc.

Otra diferencia es la Ley Electoral, que favorece enormemente en los Estados Unidos la existencia de solo dos partidos políticos, debido a la división del país en circunscripciones de candidato único: todos los congresistas (435), equivalentes a nuestros diputados, son elegidos cada dos años, en noviembre. Y los 100 senadores cada seis años, pero divididos en tercios (33, 33 y 34). Así, en menos de tres semanas se renovará totalmente la Cámara de Representantes y un tercio del Senado. Y también se elegirá al Presidente, para un período de cuatro años…..si Trump lo permite….

Alaska, las dos Dakota, Delaware, Montana, Vermont y Wyoming cuentan solamente con un congresista, y California con 53. Texas tiene 36 y Florida ya empata a Nueva York con 27. El resto de los estados tiene entre 2 y 18 representantes, de acuerdo a su población, aunque la proporcionalidad no es absoluta: Montana casi duplica la población de Wyoming pero ambos tienen un congresista. La mayor diferencia, no obstante se alcanza en el Senado: dos por estado. California tiene cuarenta millones de habitantes, y Wyoming no alcanza los 600.000, pero tienen el mismo peso político en Washington. Nos parecemos: Soria (88.000) y Madrid (6.600.000) tienen 4 senadores. La diferencia importante es que el Senado USA tiene mucho más poder político que el español, lo cual refleja claramente la escasa representatividad del Senado. Podría darse el caso matemáticamente de que los diez estados de mayor población, que en conjunto tienen más del 50%, perdieran continuamente votaciones en el Senado.

Vayamos a las elecciones presidenciales. Puede ocurrir, ya veremos, que el candidato Biden superara a Trump por diez millones de votos, y no consiguiera la presidencia, para desgracia de la mayoría de los seres humanos. Me explico: los votantes eligen a un candidato. Y en cada estado hay un llamado “colegio electoral” formado por la suma de los congresistas y senadores. Otra vez Wyoming tiene derecho a tres votos, correspondientes a los dos senadores y al único congresista. Si se respetara la proporcionalidad, California pasaría a tener doscientos. Previamente a las elecciones, los partidos demócrata y republicano nombran a tres personas que los representarán en Washington en el Colegio Electoral. Según el resultado, y en Wyoming ganarán los republicanos, las tres personas que ese partido ha escogido irán a Washington para votar por Trump. No existe proporcionalidad. Un voto popular más es suficiente para que los tres sean del mismo partido. Lo que parece poco razonable democráticamente es que en estados con una población grande se repita el mismo mecanismo. Imaginemos California con un resultado que no se va a dar, pero que pudiera darse en otras circunstancias. Gana Biden por, digamos, unos cuantos miles de votos: 7.234.554 por 7.212.212. Biden se llevaría los 55 votos del colegio electoral californiano. Todos, aunque la diferencia entre uno y otro candidato sea ínfima. Esto explica que en el 2016, a pesar de que Hillary Clinton obtuvo casi tres millones de votos populares más que Trump, este ganara en el Colegio Electoral en Washington, esencialmente porque H. Clinton ganó con muchos más votos en California y algún otro estado importante, pero perdió por la mínima en varios estados decisivos, como Florida, Pensilvania, Ohio, Michigan y Wisconsin. No parece muy democrático este invento del colegio electoral, que se mantiene desde el siglo XIX a pesar de algunos resultados “extraños” en varias elecciones presidenciales, las últimas en el 2000, cuando a Gore, según algunos analistas serios, le robaron la presidencia, que fue a parar a Bush, con las consecuencias desastrosas que ello tuvo para la Humanidad, y en 2016, con la llegada al poder (que a él le gustaría que fuera absoluto) de Trump.

Añadamos a la incertidumbre señalada, las amenazas de matón de escuela del candidato Donald Trump. Uniendo todo lo que ha dicho sobre el resultado electoral, se puede resumir en una sola cosa: si él no gana por las buenas (que parece difícil) lo hará por las malas. Como es su práctica habitual a lo largo de su vida. Uno recuerda una gran película de John Frankenheimer, “Siete Días de Mayo” en la que un general, interpretado por Burt Lancaster, intentaba un golpe de Estado. Esta vez es el propio presidente el que amenaza con darlo.

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